Pillando plaza
UN ESTUDIOSO de la lengua asturiana (que son tres o treinta) publica estos días en Uviéu, oivá, el porqué de los nombres de los pueblos. El trabajo tiene erudición profusa y tono profesoral, o sea, categórico, muchas averiguaciones y etimología en catarata. Pero enseña oreja. Dando explicaciones sobre el ovetense monte Naranco, indica que procede de la raíz indoeuropea «nar» que significa agua, aunque otros afirman que viene de «nerankos», gigante. No aclara. Pero añade que «de una deformación de Naranco surge la castellanización de «Naranjo de Bulnes» con que algunos, parece ser que desde Schultz, denominan de mala manera a una prominencia de Picos de Europa, el tradicional picu Urriellu». Después, sin embargo, admite que los habitantes del oeste de Llanes -es decir, el pueblo llano que al fin y al cabo es quien fabrica las lenguas en su rodar y en su equivocarse- lo llaman de antiguo «naranxu», de color naranja, porque al naranjo árbol dícenle por allí «naranxal». A pesar de lo evidente, el ilustrado etimólogo afirma: «En todo caso, «Naranjo» es expresión que no responde a la lengua ni a la tradición oral del país, sino a un intento castellanizador carente de toda legitimidad». Tela. Hablar de intento castellanizador sugiere la existencia de una estrategia premeditada, un plan; y si hay plan, hay enemigo orquestado; si hay enemigo, el pelayismo contra el invasor véndese bien. Tela. Los lingüistas rebozados de nacionalismo tienen su peligro babayo y acaban como perfectos inflagaitas de tomo y lomo. Vascos y catalanes dan sobrados ejemplos. El galego castrapo ha hecho lo suyo. Y ahora toca turno en estos nortes a las «llinguas de Dios nos libre», que es lo que se dice aquí de lo castrado como chivo de cecina, inútil para la monta y la perpetuación. ¿Qué coños les ha hecho el castellano para que lo vean con tanta inquina? Por lo mismo, seguramente también fué ilegítimo el latín, el diccionario de la mozarabía que aportó lo suyo al asturiano, el hispano-godo de su aristocracia y todas las lenguas que allí se alojaron en su renacimiento medieval. Júntense, pues, un lingüista nacionalista y un político al salto y ya tendremos el lío armado, los indicadores de carretera en dos lenguas, la confusión sembrada, el «bable nes escueles» y los filólogos de concellu pillando plaza y subvención. Eso debe ser.