Diario de León

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OTRA COSA son los ruidos. En colores hay gustos legítimos para todo, pero en los sonidos sólo caben dos clases, los buenos y los malos. Sonidos buenos y malos los hacemos todos. La pregunta es: de todo el ruido que emitimos al día, ¿cuánto es bueno y cuánto malo?, ¿suenan bien nuestras palabras o son bronca y zapatilla arrastrada? Todo lugar tiene sus ruidos: el campo unos cuantos, la ciudad quinientos más y las carreteras un zumbido perpetuo de pedorreo veloz y muerte instantánea. Viví unos cuantos años en las afueras lejanas, entre prados chaleteros, y aquello tenía su calma y su dolor. También, como tú, he pasado temporadas o he dormido en pueblines escondidos donde cuesta conciliar el sueño las primeras noches porque se palpa la negrura del silencio espeso, es como tapa de sepulcro y cuando suena el ulular de un mochuelo parece que te están llamando a los divinos candelorios. Desde hace cinco años vivo y duermo (si cabe) en la ciudad. Incluso a los ruidos de la ciudad se acostumbra la oreja, pero siempre los hay nuevos que no están en el fichero del cerebro dormido y se te dispara el párpado. Bajo mi ventana pasa un buen montón de ruidos, gran colección. Es calle y parque de arobolones crecidos; más allá, escuelas y ambulatorio. En los patios -cajón de resonancia- ensaya la paponada su tamborrada y cornetazo rompetímpanos (tras la Semana Santa también). Es un ruido bestia donde los haya. También el parque arde en decibelios estos días que apretó el sol echando a la gente a la calle a ensañar carnes blancurrias y pechito apercollado. Trompetazos y algarabía de guajes son ruidos molestos, pero mientras estos últimos son los ruidos de la vida y de los juegos, aquellos otros de la corneta tonante son una clara evocación militar o de duelos de patíbulo, la muerte. Los críos corren con estrépitos y chillan como cornejas entre peñas, pero están en su papel, viven y su follón de patio es un reloj de los días y las primaveras. Cierto es que en medio de su sinfonía bronca se cuela a menudo la voz desgañitada de la mamá o la abuela desquiciada y eso es peor. Al caer el sol, el parque se queda sin ellos y entonces los árboles suenan a verderón, a mirlo o a repique de pega. Y uno casi se olvida del tráfico bruto y de las cornetas. Pero no; es imposible, se imponen, es su dictadura.

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