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Publicado por
MARGARITA MERINO
León

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ESTA noche americana tiene de repente el sabor de las viejas películas, pero no voy a encontrarme -ay- con Gerardo Iglesias ni con Joaquín Revuelta en el Kubrick de León, «Capital de la Primavera». Son casi nueve años de ausencia que dan vértigo. Es tarde, el momento de acostarse, cuando descubro un maratón cinéfilo -qué joyas me habré perdido- de Fellini en la TNT y me engancho de inmediato. No sé si a estas alturas es prudente darse esos atracones de no dormir un día sí y otro también sumando páginas, filmes y reflexiones para entender por qué se vuelve todo extraño... Tentador, terapeútico, gozar de ese prodigio extraordinario que formó parte de mi pertrecho sentimental cuando me asola el racionamiento que impone este exilio y el desencanto del paso del tiempo que ha sido cruel extirpando a tantos seres cuya ausencia ha empobrecido mi vida. La sucesión mágica de «La dolce vita», «La strada», «Ginger y Fred», me devuelve una vez más el genio de ese Federico italiano, tan universal y nuestro como el granadino, que tuvo a su ventaja -¿será el país, aparte de las guerras que les tocaron a los dos?- vivir mucho más que el poeta asesinado y fue, nos consta en su obra, más feliz. Contar historias tiene más entraña con la pasión de quererlas contar y compartir con el vecino que con la técnica de cómo hacerlo, que si es útil a efectos didácticos nunca suplirá ni podrá contagiar el convencimiento de la vocación por mucho que los expertos del asunto premien sus vanidades endogámicas. La sencillez con que nos llegan las de Fellini se nutre de su alma paisana, de su falta de arrogancia: por estrambóticos que parezcan algunos de sus tipos, él no les miró por encima del hombro y fundiéndose con ese magma polícromo pudo captarlo y transmitírnoslo fresco, risueño, grave, con la complejidad tragicómica que suelen albergar la situaciones verd aderamente humanas. Sigo viviendo en un país jerárquico en el que no puedo adelantar a la policía aunque respete los límites de velocidad. Mientras España cambia cualitativamente hacia la democracia respetuosa después de ocho años neodictatoriales que se me atragantaban en doblete al verme obligada a digerir dosis masivas regresando de la América de Bush. Ahora, además de preguntarme a qué iglesia asisto, algunos intentan darme el pésame por las elecciones españolas que se les insubordinan zapateando, quitándose el bigote servil, y el cine que llega a estos aledaños tenesianos es propaganda de grandezas imperiales o porquería elusiva. Lástima pensar que esta inmensa tierra fue gigante de la democracia, que ahora los dueños de todo han secuestrado la verdad y la mayoría de sus ciudadanos tampoco quiere saberla prefiriendo la gasolina barata aunque huela a tortura e infamias bélicas. Lo que más se añora en las dictaduras del capitalismo donde los medios de comunicación se instrumentan a fomentar un dócil consumo acrítico, son esas miradas libres, ubicuas, que surgen de una cultura capaz de engendrar a este Fefé inmortal que -antorcha a su vez- inspira esa chispa creadora, el talento de la ironía y el divertimento sin perder la compasión por las criaturas, sea cuál sea su grado de tosquedad. La brutalidad de Zampano se amortigua cuando llora en la playa al desvelar que lo que amó es ya irrecuperable. Yo también casi he llorado al recordar a Fellini, a Anthony Quinn, a Marcelo Mastronianni, a Gulietta Massina, porque están todos muertos. Fueron como los personajes de los libros que amé y que me han acompañado más que muchos de mi familia biológica, que, con nobles excepciones, ha dado bien poco de sí. Me he sentido muy melancólica de golpe, anciana como las azules montañas Smoky. He preparado sin culpa una cafetera, una copa de brut muy frío, porque a la salud de don Fefé veré el amanecer. Y me fumaré unos pitillos superslims a la de mis amigos del Diario de León, deseando que Pedro García Trapiello se haya recuperado totalmente de su neumonía.

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