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SOSTENÍA en reciente conferencia el académico leonés García Yebra que la lengua española había sido contaminada en los últimos siglos especialmente por el francés y que hoy su riesgo más grave era el verse también infectada por una abusiva terminología inglesa. Lo decía circunspecto y de profundis como quien se siente dueño o albacea de la pureza de un idioma que estuviera al pie de su propia tumba. Sin embargo, esa penetración de una lengua en otra, ¿contamina... o enriquece? Hablar de contaminación es suponer algo que corrompe o ensucia; y no está muy claro que todos los galicismos que flotan en el mar del diccionario empobrezcan nuestra lengua, esta lengua castellana trufada de latines, remoquetes godos, bables de aquí y de allá, mozarabías y mucho arabismo al bies, que es carga más sustancial y generante que todo el francés de rondón que ve don Valentín en nuestros hablares y escribires, aunque no lo cite en sus miedos contaminantes. De haber existido una Real Academia de la Lengua en el siglo X con todo el celo purista de sus académicos, estaríamos hoy hablando un jerga latiniculta que nos haría a todos sacristanes del sacro imperio de Augusto. Pero no había tal y la lengua española fue naciendo a fuerza de pura contaminación hasta ir alcanzando el cuerpo gramatical que definió Nebrija y del que se parió el gigantismo literario que aportó este país a la cultura universal en una lengua que no es otra cosa que un latín «contaminado». En los Estados Unidos de Norteamérica del Norte dicen lo mismo que don Valentín, pero al revés: el español está contaminando al inglés y hay que pararle los pies, sacarlo de la ley, enmudecerlo. Es un español de riqueza incontenible, creador de nuevos términos, algo que ha ocurrido también en todos los países de habla hispana que recrearon y enriquecieron la lengua de la metrópoli (ahí están los ocho mil mejicanismos que hacen espera desesperante a las puertas de una Academia que aún no los reconoce, siendo como son lengua cierta de la calle). La gente, al contrario de los académicos, usa la lengua para entenderse, no para defenderse o distinguirse del otro. Ponerle fronteras al idioma es necedad y sospecha: el nacionalismo también militariza la lengua. Lagarto, lagarto. Una lengua no es coto cerrado.

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