GALOPANDO NUBES
Langostas/Cicadas
NO SE TRATA de la plaga de langosta mencionada en la Biblia, aunque a primera vista el descubrimiento de su invasión produce un espasmo reflejo que la rememora: son los armarios del claroscuro de la memoria infantil, donde se guardan las imágenes de aquellos ejércitos aéreos que teñían los cielos remotos de negro, que envían los datos desazonadores de la estremecedora voracidad que lo arrasaba todo a su paso infernal en las pausas del vuelo. «The Brood X», la «cosecha X» de langosta del 2004, como la titula con humor una serie de camisetas estampadas para celebrar la ocasión del nuevo advenimiento (el de la cicada) y de haberlas sobrevivido (el personal aledaño a estos insectos en los se engloban varias categorías unificadas erróneamente bajo el apelativo de locust), ha sucedido en Tennesse y a lo largo de la zona este de los EEUU. Y no es raro que hayan empezado a contarse con respeto las generaciones de estos insectos porque la experiencia no deja de sorprender al que la vive ¡cada diecisiete años! (que otras variedades del bichito, y acaso para que la tensión no decaiga, se suceden cada siete y cada catorce: imagínense lo que puede ser, por ejemplo, una boda al aire libre que coincida con una de sus explosiones). Un día, súbitamente, árboles y arbustos, terrazas y patios, las baldosas entibiadas por la luz primaveral, las macetas abandonadas, las flores incipientes, se pueblan de estas criaturas (en sus dos últimas fases) cuyo aspecto final, unido a su número creciente, pues las horas lo aumentan al grado de incertidumbre de las pesadillas lovecraftianas, intimida. Insectos peculiares que si carecen de la faceta destructora aparejada a la leyenda de su familia genérica, en su última metamorfosis -antes atraviesan los de larva, ninfa y a saber qué otra misteriosa condición- son de respetable tamaño, con ojos saltones en un naranja casi fosforescente, dotados de alas rígidas, emisores de un sonido inclasificable. Inofensivos, vienen a cumplir su ciclo reproductivo antes de regresar a la tierra de la que nacieron. Hacia la misión que prolonga su especie abandonan el penúltimo caparazón que aparece vacío: menudo cofre simbólico de la naturaleza vegetal que las nutre, prolegómeno inspirador acaso del que los antiguos aprendieron el arte de los enterramientos y que me recordó las maravillosas máscaras del joven faraón Tutankamon que fascinaron mi niñez lectora. He vivido en un mayo marcado por la aparición de estos insectos-langosta las señales de la gran filosofía augur: su ciclo parece pertenecer al mítico y al literario de Ovidio, Horacio, Virgilio; y su tenacidad más propia de la épica de La Iliada donde Homero cantó las cualidades de héroes legendarios así sobrevivientes al olvido de la descomposición mortal: personajes arquetípicos de una humanidad que luchaba por la «fama» con que sus esforzadas acciones lograsen rescatar sus nombres del silencio sepulcral. Pero es silenciosa la gestación de estas criaturas hasta que logran estallar en canción, en grito (cuando las barría con suavidad de mi paso) que me hizo recordar el angustioso alarido de auxilio del minúsculo hombre-mosca de la versión clásica de «La mosca»... Evolucionan subterráneas durante diecisiete años, alimentándose de la savia de los árboles a través de sus raíces. Cuando el sincronizado reloj biológico las despierta a la luz, ascienden a la superficie dejando tras sí, en rastro de su laborioso túnel, agujeros circulares. Se transforman, el macho canta para atraer a la hembra y fecundarla antes de morir: se aturde el paraisaje del estruendoso reclamo. La hembra horadará los ramajes para esconder los huevos que caerán, ya larvas, al suelo donde se enterrarán latientes para seguir el ciclo asombroso de la vida. Esta oscura humildad productora se me hace caso ejemplar tan franciscana. ( A Pancho Purroy ).