Diario de León
Publicado por
CÉSAR GAVELA
León

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MUCHO ME tiene dado Portugal, y siempre a cambio de nada. Esta historia es antigua y empieza en 1967. Con un viaje con mis padres camino de Viana do Castelo, la primera salida al exterior. Veníamos de la ría de Pontevedra en nuestro Renault-4L, blanco. Toda la felicidad del mundo allí dentro, sobre las ruedas. Carreteras de Galicia, sol aquel día, yuntas de bueyes por el asfalto, campos verdes, mujeres de negro, campanarios de piedra, y la ruidosa lentitud de aquel coche blanco. Luego vino Tuy, el puente de acero, el Miño allí abajo, al otro lado Portugal, el anticuado cuestionario de la aduana y ya no paramos hasta Viana do Castelo. Calles limpias de aquella ciudad. Hombres acodados en las paredes, sin oficio parecían. Tiendas para forasteros. Muchas alfombras y bronces. Iglesias, una fuente. Cafeterías, médicos especialistas "en las dolencias de las señoras". Otros, expertos en las enfermedades "de la boca y de los dientes". Comimos pescado. Calor. Un hombre que orinó en un jardín. Y volvimos al atardecer. Antes, una parada casi nocturna en Caminha, junto al río. Y un miedo que tuve entonces, al ver a un grupo de hombres mal vestidos, cerca de un malecón. Y la noche en Portonovo, origen del recorrido. Aquel viaje, menor y de tantos, fue el pórtico inesperado de una extraña pasión. De luz, música y melancolía. Portugal, desde entonces, caló en uno, lo que con ningún otro país hasta ahora me pasó. Como si me hiciera portugués sin saberlo. Reconocido en sus costas verdes y dulces del Atlántico; en sus ciudadanos laboriosos y amables. Me hice de Portugal, y por eso ahora, cuando Portugal suena tanto, y abruma con el fútbol, tan avasallado de turistas, me da un poco de pena. Como si el secreto que unos cuantos compartíamos, hubiera sido desvelado. Aunque, con todo, queda mucho Portugal por guardar, mucho. En la Beira Interior, en los distritos de Viseu y de Coimbra, y sobre todo en Tras-Os-Montes, donde viven los leoneses lusitanos, nuestros primos de Roma y del viejo reino. La admiración inicial se fue haciendo más honda. De las ciudades y los viajes pasó a la literatura. Y así se volvió inexpugnable. Intemporal. Un Portugal que existe allí donde esté un hombre o una mujer que leen a Luis de Camoes, a Eça de Queirós, o a Fernando Pessoa, padre nuestro. Y también a Miguel Torga, a Cardoso Pires, a Eugenio de Andrade, a Lobo Antunes; al primer Saramago. Portugal cercano, Portugal que no cesa. Portugal que invade España sin invadirnos. Porque lo hace con el ejemplo de su unidad estatal, con su naturalidad de ser una de las naciones más cohesionadas del mundo, la de las fronteras más antiguas. El mejor ejemplo, acaso, de la armonización entre un paisaje y una ciudadanía. El país pequeño que forjó uno de los cinco o seis idiomas principales del mundo. En España mucha gente incivil despreció a Portugal, aún lo hace. Cuando me cruzo con algún estúpido de estos, me dan ganas de reír más que de llorar. Son gentes que han ido a Portugal a pegar gritos y a mirar por encima del hombro a nuestros hermanos. Y vuelven engreídos y ridículos. Todavía un poco más analfabetos. Desde 1967 y sobre todo desde que pasé una semana en la Lisboa de la revolución de los claveles, en 1974, Portugal ya siempre fue mi otra patria, y Lisboa la ciudad predilecta. Me gusta tanto Portugal que hay días en los que hasta parece que me importa menos que España sucumba bajo el turbión del nacionalismo disgregador: ese egoísmo insaciable que tanto zarandea a nuestro ilustre ZP. Si ese fracaso sucede, que no lo descarto, me iré a Portugal. Viviré en Lisboa y leeré allí, con renovada emoción, a don Ramón Carnicer y a don Antonio Pereira. Y a Borges, claro, que desciende de portugueses. De la Torre de Moncorvo, tan cerca de los Arribes del Duero.

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