Diario de León

CRÉMER CONTRA CRÉMER

La inmigración, o sea, los vecinos

Publicado por
VICTORIANO CRÉMER
León

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EN ESPAÑA, el que más y el que menos ha sido algo emigrante en su vida. Porque la amada patria no daba para más. Y los que sobrábamos solicitábamos permiso para las Américas, para la isla de Cuba, que era como otras Américas (para los asturianos principalmente) y para Alemania. Los que alcanzaban el privilegio de ser admitidos en Bélgica por ejemplo o en Suiza, donde los relojes y las vacas pardas alpinas, resultaban a la larga y aún a la corta unos privilegiados. El que suscribe, por azares del destino se vio forzado a solicitar permiso de la autoridad incompetente para que se le permitiera emigrar a Montevideo, donde había conseguido obtener un trabajo de hombre, mediante el cual pensaba rescatar a la esposa y los hijos y conformar, con los debidos permisos legales una familia en otras tierras de promisión. Como los tiempos no estaban al parecer para que los españolitos madre se fugaran de la amada patria, no me fueron concedido ni permisos, ni papeles. Y me vi obligado a representar el papel de exiliado en la propia patria. Y así cientos, tal vez miles. Y hasta millones de españoles se desplegaron por todos los caminos que se hacen al andar para ver de corregir el curso de los acontecimientos personales ya que no hubiéramos sido capaces de enmendar los comunitarios. Por el mucho coraje puesto en la empresa de rehabilitación y progreso y por la gracia del Espíritu Santo, al cabo de algunos años, conseguimos que España, la amada patria, se convirtiera en tierra de promisión, en lugar de alcance de la felicidad soñada. Y desde todos los rincones de la gran pobreza internacional comenzaron a llegar a la amada patria millares, millones de gentes pobres, azuzadas por el hambre y con el corazón puesto en la esperanza. ¿Pero esperanza de qué? ¡De vivir, nada menos! Las últimas estadísticas hechas por los técnicos e investigadores dan un seis por ciento de la población española como formada por marroquíes, ucranianos, rumanos, nigerianos, salvadoreños, y un etcétera estremecedor de gentes rotas, que se juegan la vida de la manera más tremenda, para alcanzar nuestras costas. Es inútil que se les insinúe que no hay para todos, porque el hambre no admite razones, y hemos alcanzado los límites que físicamente, políticamente, culturalmente y económicamente nos están permitidos. A partir de este momento se disparan las alarmas. ¡Hambre para todos! O la sopa boba del convento medieval. Ya sabemos que la solución de tan grave problema no es la devolución a la patria de origen de los infelices emigrantes. Pero se maneja ya con precipitación propia el temor, de que si no encontramos un medio de equilibrar este proceso, España, la amada patria, se verá convertida, inevitablemente en un vertedero humano, del cual formaremos parte todos, incluyendo a los indígenas. Se calcula por quienes saben de matemáticas y de promociones, que si nuestros egregios gobernantes, tan activos en equivalencias de emolumentos y en conseguir subvenciones para vender humo, no dan con la fórmula matemática, política o religiosa que consiga establecer la serenidad de los espíritus allí donde se fraguan las hogueras de las hambres totales, todo este tinglado montado al aire, se convertirá en tornado que acabará derribando las casetas de tanto chiringuito como se levanta al amparo de una emigración barata para un pueblo caro.

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