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Publicado por
MARGARITA MERINO
León

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EN EL ANSIA de abrevar los ojos, -ah belleza de los paisajes leoneses a un largo día de vuelos en acerados pájaros transoceánicos-, después de atravesar las Hoces de Vegacervera y asomarnos a la catedral subterránea, escatimada en la visita, de las Cuevas de Valporquero, de la mano de la generosa inteligencia de Mabel y Pedro Rosón, haciendo un alto en el paseo, mientras se enfriaba la tarde, llegábamos a Cármenes. Íbamos buscando a Fulgencio Fernández. No pudimos verle, saludar a los suyos, conocer a sus hijos: una pareja que cerraba el portón de su casa nos dijo que Ful había sufrido un accidente de coche la noche anterior, y descansaba, molido tras la espera doliente en el asfalto del que otro viajero nocturnal le rescató. Tan frágil estaba que nos fuimos sin perturbarle con un beso. Hablaba la mujer y, preocupada por Ful, yo no miraba al hombre y su sorpresa: era José Antonio Llamas. Su humanidad trajo aluvión de horas de juventud en las que éramos hijos del futuro; devolvió los ecos de fuentes milagrosas y acampadas; de canciones y vino, sus cálidos proyectos agostados; de amistades presentidas que al cabo no lo fueron; de afectos profundos y seres tan queridos acaparados por sus carceleros o extraviados más allá del trabajo impecable en lindes de ambición y egoísmos, vanidad, desencuentros, malinterpretaciones, celos; ah romance fronterizo de los amigos y de los padres muertos: cayó el golpe espectral de esta hora de desaparecidos en la que los más ya somos huérfanos... ¿Dónde responde hoy aquel amor de Fierro? Los abrazos de Fulgencio se los dimos a Toño, que los sumó a los propios y nos llevó a su hórreo. Se afanaba su esposa en los pucheros y la cocina humeante templaba mis abismos, las pupas de los hogares heladores que escaldan mi memoria: las despensas familiares asoladas, campas de ratas y de insectos, en miseria tornóse su pulcrísima abundancia nutricia ahora impenetrable. No me hirió no tener lugares de regreso: saltaba a mis rodillas la alegría de sus perritos titiriteros que han venido al calor de su encarnadura, se desparramaba, blanca, la dulzura del gato que come las migas de su corazón tan juvenil aún. Además de su casa, José Antonio Llamas, nos abrió, dedicadas, las páginas de sus libros. Nos hablaba de su jardín del norte, de su interpretación latiente de Virgilio, y, sin nombrarlo, también de su retorno. No es olvido esta lejanía: supe que Llamas ha vuelto para volar al reino suspendido de sus años mozos y que él había encontrado el consuelo de aquella carretilla infantil donde cargaba los sueños de su huerto preñado de frutos y verdor que, como los míos, no nacieron. Yo te digo, Toño Llamas, que, si lo fuera, ese olvido que raspa la memoria con ausencias sangrantes insufla a tus versos pasión tan verdadera. Arde tu Ruina Montium cuando lo descubro más allá de la hermosa «Poética»: «Como un pintor que, habiéndose quedado ciego, tratase de continuar su oficio, mezclando de memoria los colores...» Hay que agradecer a Julio Llamazares que este libro llegue a nuestras manos: Llamazares, autor de poemas preciosos, hizo parada en el camino, rescató los versos de Llamas y les dió alas en esta ocasión. No es raro que pudiera sentirlos: Julio Ll.amazares ha bebido del cáliz del paisaje al que no puede regresar y sabe reinventarlo para sí llevándoselo dentro. Toca el temblor milenario, su ruina, la inspiración sobrecogida del mundo natural y sus preguntas, la presencia de estaciones, abedules, urces, de los arándanos azules, del resplandor laurel montañés. El primer reflejo del otoño, la absorta mansedumbre de su contemplación. Esta hondura del tiempo deslumbra remota, igualitaria: es alquimia elemental, hacha en el viento, fogonazo inaugural de la extinción. Calma aprendiendo a callar los huecos, soledad, jardín del sur también.

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