Diario de León

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CASONA, don Alejandro el de Canales, escribió una de sus aplaudidas obras de teatro titulándola «Los árboles mueren de pie», título heroico, pero pura mentira porque ni en parques o jardines lo consiguen siendo su asilo. ¿Cuántos árboles conoces que hayan muerto tiesos y no apeados, tronzados después por sierra y hechos astillas o tablón? Ni el árbol de madera despreciable se respeta, pues si no vale para viga, es carne cierta de estufa. Talar y quemar está escrito en su destino en esta cultura de leña y clareo de bosque para que entre el diente y are la pezuña, el ganado del señor conde extremeño o de los paúles, monjes de encomienda y posesiones cuyos candiles ardían perpetuamente con sebo de oveja (a los babianos que tenían sed les daban un vaso de lana, nunca al menos un poco de la harina de cebada que comían los mastines). Ni en las alturas de estas peñas y puertos de pasto morían de pie los árboles. Felipe II mondó los montes de Sajambre y Riaño porque en los astilleros santanderinos acunó un sueño de armadas y galeones que devoró todo el roble albar de los bosques cantábricos. Hay en esta tierra especies de árboles que pueden llegar a vivir hasta dos mil quinientos años, como el tejo, pero ninguno de los ejemplares que veas por aquí se acerca a los tres siglos, aunque el de San Cristóbal de Valdueza que allí dicen de dos mil años tiene, como mucho, unos seiscientos a juicio de biólogos y buenos cuberos. Procede, pues, comenzar a amnistiar a muchos ejemplares y arbolones para darle un tanto de razón a Casona. Hágase una lista de Schindler que les libre de la cremación e inclúyase en la misma al humilde chopo, de cuya madera está hecha el alma del pobre y sus muebles. Hablo de chopos concretos de raza perdida, chopos de rama ceñida como gavilla que se alzan como gigantescos cipreses (es lo que son en este tiempo-cementerio) en la ribera del Curueño, allá por La Cándana o Pardesivil, chopos vigilantes en medio de praderío, las columnas de un Hércules que daba paso al templo de las peñas altas de La Vecilla. Son los últimos ejemplares de una raza chopera a extinguir, porque no son chopo lombardo y de duro fácil. Ortega y Gasset se enamoró de los chopos leoneses. Feijoo también. Y aquí les queremos tanto, que los matamos porque son nuestros.

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