LA GAVETA
Ulan Bator
DESDE MUY PEQUEÑO viví el encanto de la distancia. Todavía lo vivo: es un sentimiento perdurable y muy compartido. Porque yo creo que a todos nos gusta saber que algo está lejos, muy lejos, y que nunca iremos por allí. O que ese viaje será muy improbable. De niño había un país que me parecía el más misterioso del planeta: Mongolia. Había mirado mucho el mapa y decidí que la tierra más remota sería aquella que estuviera muy lejos del mar y muy cerca del desierto. Una tierra, además, donde vivieran pocas personas. Y todo eso sucedía en Mongolia, y así nació mi curiosidad por aquel país, del que nada sabía. Las enciclopedias la despachaban con un párrafo, los mapas dibujaban un lienzo vacío. Sucedió entonces un prodigio que no supe como interpretar. Yo tenía once años y vino a parar a mí un sello de Mongolia. Algo inconcebible. Un sello que cambié con otro coleccionista del colegio. Aquel sello, al parecer, se lo había mandado a mi compañero una tía suya que vivía en Francia, y que era aficionada a la filatelia, una inclinación que a mí apenas me duraría aquel curso. El álbum, eso sí, lo conservo. Con sus pastas amarillas. Un sello de Mongolia, me parecía un sueño. Era un sello diminuto en el que había el rostro de un guerrero. De Gengis Khan tal vez. El primer día que lo tuve en mi poder, corrí hacia casa, volví a abrir el mapa, busqué Mongolia, y de ahí pasé a imaginarme Ulan Bator, el nombre fabuloso de la capital de aquel país. Porque supuse que el sello había sido impreso allí, en Ulan Bator, con el océano tan lejos y el desierto detrás de los últimos barrios. Las calles de Ulan Bator las aventuré muy primitivas. De tierra. Caravanas había por allí, gente pobre que iba y venía, un olor muy fuerte, frío, miedo,caballos, praderas... No sé si también rituales y arcanas violencias. Y gente bebiendo leche de aquellos animales antiguos que recorren la estepa. Luego Mongolia empezó a ser otra cosa, me fui enterando en algunos libros. Y ahora ya se puede saber casi todo gracias a ese invento mágico del Internet. Ahora puedo ver las calles de Ulan Bator en un segundo, sus edificios modestos y estalinistas; conocer su historia. Ahora todo está aquí, al otro lado de la pantalla del ordenador, hasta los horarios y precios del tren transmongoliano, el que lleva desde Ulan Ude, en Siberia, a Pekín. Ahora Mongolia es como una provincia de tantas, y Ulan Bator una ciudad comercial y previsible, y ya siento que el encanto de la distancia se quiebra, envuelto en la lluvia de datos, en la abrumadora sincronía del presente. Pues bien, ahora que el mundo se ha vuelto pequeño y documentado, necesito cada vez más volver al viejo Ulan Bator que no conocí. Recuperar aquella magia en otra parte. Alimentar ese anhelo de misterio en los lugares que todavía no salen en Internet. Porque la literatura no siempre llena ese extraño deseo. Porque a veces también necesitamos que la estricta realidad se convierta en cuento. Y continuar así alimentando el placer de la distancia. Lo más curioso de todo es que para continuar con el juego he vuelto al Bierzo. Sin salir de mi comarca, empecé a descubrir minúsculas Ulan Bator. Lugares a los que no he ido, a los que será raro que vaya. No porque no quiera, ni pueda, sino porque no ha de surgir la ocasión fácilmente; y porque pasan los días, y porque esos lugares quedan muy a trasmano. Y por eso ahora Mongolia es para mí, por ejemplo, Villarrubín, la aislada aldea del Selmo. O Fonfría, allende Poibueno, en su valle final. O Porcarizas, en los Ancares menos famosos. O Urdiales de Colinas. Todos estos pueblos, algunos abandonados, ofrecen cada día su regalo de distancia. Su festín de olvido. Su invisibilidad en la red electrónica. Y por eso me es fácil imaginar a Gengis Khan cabalgando por la braña de Albaredos.