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«ALÁBATE, borona, que no hay quien te coma», dice el refrán por aquellos que, a falta de reconocimiento ajeno, pregonan sus propios méritos y discutibles virtudes sin especial fundamenrto. La borona es la hogaza de harina de maíz en tierras de pan traer y trigo comprar, norte de panojas trenzadas a secar en la cara del hórreo que mira al sol, grano del ganado para el pan del pobre, maíz que alimentó a toda la americanía indígena en tortas cocidas sobre piedra ardiente, el mismo maíz que junto a la patata cruzó el Atlántico para redimir hambrunas europeas. En tierras de aquí, meseta interior y riberana, el maíz fue siempre cultivo marginal como todos aquellos que piden emborracharse de un agua que racanea escasa en la paramera, pero el embalse, el canal y la acequia que trajeron un imperio agrario de remolachas y alubias lo han tranformado hoy en paisaje maicero, larga arada de verde geométrico, maíces nunca vistos, patente americana en la semilla, transgenia a tutiplén, invasión de hiladas maiceras en todo lugar... Se riegan esos maíces con subvención al canto y se gobierna su comercio al cuento de la Bolsa de Chicago, que es quien pita y arbitra en el mercado internacional del grano. Obedecemos a una estrategia ajena y nos sometemos a su contingentación política. Para su cultivo, introducido de forma masiva hace diez-quince años, se requiere una maquinaria especial que el agricultor ha ido adquiriendo sin salirse de la deuda que perpetua le acompaña y empeñados andan. Si en un futuro cambian criterios agrarios o subsidios a la planta, se van a comer esa maquinaria con patatas, si es que alguien sigue cultivándolas. La espada de Damocles Labrantín pende sobre su cogote. Y después está lo transgénico, que manda en este cultivo maicero como gato en asamblea de ratones. Se habla de un sesenta por ciento del maíz cultivado que sufre (y renta) con la modificación transgénica. Se habla también de la sacarina obtenida del maíz como principal competencia de la remolacha azucarera en un tiempo de mentiras light y siluetas imposibles. El algún pueblo alguien se alerta con un cultivo que puede ser pan (de borona) para hoy y hambre para mañana; y ha emprendido una campaña solitaria para predicar en el desierto, pues exactamente eso es la pintada en la tapia de adobe de su huerta: «Nunca maiz».

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