Diario de León

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LOS ÁRBOLES de las ciudades me admiran, me sirven de mucho y me dan pena. Les ponen en filas, les atufan. Cuánta desgracia llevan y qué poco se quejan, porque los hay que, a pesar de todo, da gloria verles en su respuesta de mayo o en su fulgor y muerte otoñal. Primera fatalidad: les alinean con árboles de su misma especie, todos clones, y sólo alcanzan a ver a los de al lado. Aburrimiento. Entremezclarlos y romped esa uniformidad de desfile, ese aire cuartelero del urbanismo de cartabón, dad una oportunidad para que un castaño ligue con una roblona o un peral... eso es, un peral, insiste el abuelo, y muchos frutales; ¿por qué no ponen frutales entre tanta obsesión por especies decorativas y firulís que no dan aprovechamiento alguno ni a gentes ni a pájaros?... Cállese, abuelo. Las fatalidades del árbol urbano no concluyen y les ponen además bloques de canto que les roban el sol y el día resignándose a la sombra y a la helada cruda, pero no se cansan de mirar al cielo queriendo alcanzarlo, aunque de allí sólo les llueva polución y cagadas de paloma en granizada sobre los ojos de sus hojas. Mientras tanto, un perro de faz asesina y sujeto con correa corta le está meando los zapatos con chorro turco; y le esperan más perros, muchos. Ese árbol se pasa todo el día escociéndose del chorrito calentorro de una tribu perruna que crece y crece en las ciudades ¿Cuántos me mean al día -creí escucharle a un plátano que hay al final de La Condesa-, doscientos, trescientos? Llevo aquí noventa y ocho años, me dijo el árbol ya abiertamente, y jamás fue tanta la meada; y tan distinta, porque ahora sólo comen pienso y química que convierte sus orines en puro sulfúrico, no veas cómo escuece cada meada, tanto, que me va a salir un cáncer de corteza, así que dile a Carlos Romero que me procure algún unguento o alivio para este achaque de su viejo amigo, el arbolón que mira a San Marcos y al río. ¿Y a quién le cuento yo ahora que me habló un árbol anteayer? Con toda lógica pensarán que tonteo con la locura o que me alorié definitivamente. Mejor me lo callo y que quede en el secreto de estas notas. Lo más asombroso, sin embargo, fue cuando pidió que me fijara en el río, en sus horrendas orillas concretamente, esa escollera a machamartillo, porque iba a contarme un prodigio. Lo desvelará mañana.

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