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ERA DE LA MONTAÑA argollana y era un cagaditas, un tío reservón y un cautelas; le aterraba cualquier grieta o riesgo y quizá por ello le hicieron subjefe de la cartera de valores de un banco de medio pelo. A huevo se ganó el mote. Es un conservador nato, aunque en este país no hay conservadores, sino conservaduros. Se apuntó a un grupo de espeleología y le echaron al mes cumplido; ante cualquier sima desconocida siempre exclamaba: tía patrás, Rafa. Ya en la escuela, lo mismo; estrenaban curso en aula nueva y reincidía: tía patrás, Rafa, que a los de adelante les preguntan siempre. En la iglesia, igual: tía patrás, vamos al coro con el mocerío, que allí siempre hay más ambiente; y bureaban y lanzaban papelitos o brozas a las mozas de abajo hasta que un día al párroco se le inflaron los aguantes, detuvo su homilía, se cuajó un silencio crudo en todo el templo, bajó del presbiterio el cura, cruzó el largo pasillo revolando la casulla y resoplando ira por los ollares, subió al coro remarcando el paso en cada peldaño y se oyeron dos guantazos como campanadas de matraca de encina, dos hostiones recibió el Rafa («Tiapatrás» se libró poniendo cara de meapilas) y mira por dónde aquel domingo comulgó. Así que a Ramón Suárez de la Vid le llamaron ya siempre «Tiapatrás»; y seguiría toda su vida siendo un tirao-patrás: en la mili, en la academia, en dos noviazgos, en su etapa de sindicalista en banca y seguros, en el partido y en el sillón de plenos donde aloja un culazo tan ancho como su conciencia. Es un cautelas enfermizo hasta fornicando por el libro con su santa que no quiere oir hablar de condones porque está muy confesada, así que al interruptus también lo llama Ramón un «tiapatrás»... que te la das. Pero estar patrás y tras la sebe da frutos y a Ramón le nombraron concejal de Urbanismo (de ladrillo son los bacalaos de su ayuntamiento). A la semana, fue invitado por un constructor con talonario de Aquiles en la cartera a la inauguración de su nueva sede. Tras los hisopazos de rigor y los discursos, hubo vino espeso. Se acercó al concejal para rescatarle del barullo y le indicó: Ramón, tío grande, tía patrás; y le encaminó a su despacho, allí hablaremos más tranquilamente; tía patrás. Ramón le devolvió una sonrisa política y un visto bueno: Creo que usted y yo hablamos el mismo lenguaje, le dijo.

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