Cerrar

Creado:

Actualizado:

ESE ALCÁZAR no se rinde y el Cea en Valderas se hace Ebro con resaca de batalla muerta que redivive en la memoria. Hay allí bronca de bar y grito al cielo que ponen los sulfurados por haberse retirado el monumento a los Caídos, el «manolito» del bando vencedor de aquella guerra que aún nombramos y que late en el odio con solapas que aún nos viste. El monumento se fue al carajo aprovechando que unas obras pasaron por la plaza. Dice su alcalde que no se ha decretado brochazo a nombres o recuerdos, pues será puesta una nueva placa en la que se incluirán todos los valderenses que cayeron por defender su patria, sea cual fuera el bando en el que se embutieron por leva o militancia. Aún así, reburdia un bando. Sus muertos eran mártires; y los otros, asesinos, hidra roja, hijos espúreos de la villa, ladrones de Moscú. No les dejarán compartir lecho ni en su sueño eterno. En su guerra no hay capitulación. Y no salen de su alcázar, aunque esté sitiado por palomas. En la bandolera de su cerebro cuelga un máuser y bajo su sobaquera un naranjero. No rinden la plaza, «su» plaza, el enhiesto manolito, su victoria sobre el hermano, manda cojones, qué tirria. Se tiene a Valderas por uno de los lugares leoneses donde las palabras han seguido sabiendo a metralla muchas décadas después de «cautivo y desarmado el ejército rojo». Se tiene también comprobado que quienes pagaron con sangre de los suyos aquella bestialidad incivil silenciaron mejor su drama que los que se dedicaron a ejecutar y a pasear. En Valderas saben de eso. ¿Lo recuerdan? Había allí una bandera de falangistas de mucho gatillo depurador. Se ofrecían. A la cárcel del San Marcos llegaba muchas tardes un camioneto cargado con un pelotón de ellos para brindarse a dar «café con leche de Millán Astray» a quienes los consejos sumariales recetaban paseo. Aquel pelotón tenía inclinación a fusilar en los gabiones del Órbigo cuando venía crecido porque así el río se llevaba las pruebas y el recado no teniendo que enterrar su cotidiano montoncillo de muertos (pregúntese en Villarroquel). Cada vez que en San Marcos se oía «han llegado los del Valderas» un silencio mortal se cuajaba en las celdas atestadas. Venían «de saca». Después se quedaron en el «amarraca». ¿Cuántas generaciones han de morir para que la paz de los muertos sea cierta?