Diario de León
Publicado por
CÉSAR GAVELA
León

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EN ABRIL DE 1969 Charles de Gaulle dimitió como presidente de la República Francesa. Poco tiempo después, el famoso político y militar hizo un largo viaje en coche por el norte y por el centro de España. Yo era por entonces un adolescente que ya leía los periódicos y que hacía excursiones en bicicleta. Por eso, cuando conocí en el «Diario de León» que Charles de Gaulle había pernoctado en Burgos, y que la etapa siguiente le llevaría hasta Santiago de Compostela, con una parada intermedia en León, para almorzar y visitar la catedral, calculé que sobre las cinco de la tarde bien podía estar viajando por el Bierzo, camino de Galicia. Salí aquel día a la carretera Nacional VI. Atravesé la recta de los chopos, crucé Camponaraya, subí por una rampa y al llegar a la pequeña cima, me detuve. Desde allí veía los viñedos, las casas y las huertas, unos bosques hacia La Válgoma y la cuesta donde unos minutos después apareció el gran vehículo negro del general De Gaulle. Era el mismo de la foto del periódico. Detrás venía otro automóvil, también negro y algo más pequeño, un Tiburón Citroën. Ilusionado, aguardé en la lontananza hasta que el coche del general pasó a mi lado. Recuerdo bien lo que vi entonces: un chófer de uniforme, un acompañante en el otro asiento delantero, y Charles de Gaulle y su mujer en el diván de atrás. Ella aparentaba ir dormida, y él se entretenía mirando el paisaje. El coche desapareció pronto, en una burbuja de gloria y de vacío, y yo caí en la cuenta de lo poco que había valido aquella excursión. Pero también me dije que lo más importante estaba hecho: ver a De Gaulle en persona para poder decirlo años después, cuando el gran estadista ya hubiera muerto. Poder contar en el futuro, al abrir cualquier libro de historia: «A éste hombre le vi yo al natural». Entonces me dirían que era imposible, y yo contestaría, aún más enigmático: «Y lo vi en las afueras de Camponaraya». Continué rodando hacia el oeste, ya para buscar las aguas del Cúa, donde quería bañarme. Abandoné la pequeña cima, comencé a bajar por la pendiente y vi al fondo el coche negro del general y su Tiburón de escolta, los dos detenidos en el cruce de Magaz, junto a la cuneta. Ya más cerca, supe que el chófer del general De Gaulle accionaba el gato mecánico, ayudado por uno de los dos policías que iban en el Tiburón Citroën. Había pinchado el automóvil del general y yo me iba aproximando a la historia de Francia, cada metro más impresionado. La esposa de Charles de Gaulle estaba dentro del coche y su marido caminaba entre las viñas. Detuve la bicicleta y me ofrecí por si necesitaban algo, al tiempo que miraba de reojo a Charles De Gaulle, que estaba a unos treinta pasos ladera arriba. Fue entonces cuando el chófer me preguntó, en su castellano de turista, por un lugar próximo donde pudieran arreglar la rueda. -En Cacabelos -le dije-. Ahí ha de haber talleres. El antiguo presidente comenzó a regresar de la viña, altísimo, parsimonioso, con aquella nariz tan célebre en todo el mundo. Tenía entonces 79 años y yo pude darle la mano, emocionado y contento. Continué unos momentos allí, contemplándolo todo como un niño del desierto que descubre el mar. Cuando la rueda estuvo cambiada, que fue muy pronto, uno de los escoltas anotó mi nombre y mi dirección en una libreta. Segundos después, el coche arrancó y De Gaulle me dijo adiós desde el asiento trasero. Aún lo recuerdo hoy: la cara casi de perfil, con su nariz de museo, y el envés de la mano derecha moviéndose como en saludo de cardenal.

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