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ANTONIO PAPELL
León

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LA GLOBALIZACIÓN, cuya principal característica económica es la libre circulación de capitales, se está cobrando el precio de la falta de suficiente productividad de determinados países o sectores: es la deslocalización. En determinadas actividades intensivas en mano de obra, los inversores «deslocalizan» sus fábricas de determinadas regiones de Europa y las llevan a los países del Este europeo, cuando no a Asia o incluso al Norte de África, para beneficiarse de los más bajos salarios y de otras facilidades (fiscales, p.ej.). El fenómeno es cotidiano e imparable, aunque sólo llegue a los periódicos cuado se produce alguna decisión empresarial significativa; los grandes fabricantes españoles de textil tienen factorías en el Sureste asiático o en China; la mayoría de las monturas de las gafas genuinamente españolas están hechas en Marruecos Hasta los servicios de información al público de Telefónica están en ese país. ¿Debemos alarmarnos ante esta situación? ¿Se trata de una corriente constante e irreversible que amenaza con empobrecernos irremisiblemente o, por el contrario, de simples movimientos dictados por la racionalidad económica que se compensan con otros en sentido inverso? No hay ni mucho menos unanimidad entre los especialistas y la polémica está en todas partes. En el campo de la teoría económica clásica, el asunto fue estudiado por el economista británico David Ricardo (1772-1823) quien lo relacionó con la división mundial del trabajo: cada país se especializa en los ámbitos en que posee alguna ventaja sobre los demás. Ello explicaría en que muchos procesos nacionales de desarrollo económico desaparezcan puestos de trabajo en la industria y se creen en los servicios. O que se sigan creando puestos de trabajo netos en la industria a pesar de que tengan lugar al mismo tiempo fuertes deslocalizaciones. En general, el desarrollo va acompañado de una sustitución de los procesos de productivos de menor valor añadido por otros de mayor valor. Frédéric Lemaître ha explicado hace unos días en la prensa francesa la posición de los expertos y los políticos en su país. En éste, una corriente de opinión -plasmada en un reciente informe del Senado- piensa que el problema no es grave: sólo el 4% de las inversiones francesas en el extranjero son verdaderas deslocalizaciones, y en la mayoría de los casos son realizadas por empresas que intentan salvar su posición en Francia o conquistar nuevos mercados. Otras opiniones son sin embargo más pesimistas: así, el ex primer ministro socialista Laurent Fabius, junto a otros grupos de economistas, ven el horizonte mucho más negro, sobre todo porque el fenómeno de las deslocalizaciones se combina con una gran incapacidad de Francia para aprovechar los nuevos mercados de los países emergentes (Asia, Europa Central y Rusia). En cualquier caso, aunque hay diversidad de opiniones sobre el diagnóstico y los efectos, existe unanimidad sobre cómo combatir estos procesos de transferencia de capital que va en pos de mano de obra barata: mejor formación de los trabajadores a todos los niveles, creación de un entorno favorable para las empresas y para la innovación, búsqueda de incrementos de productividad mediante inversión en I+D, etc. Los expertos destacan que las actuaciones en esta dirección, tendentes a evitar las migraciones empresariales, ofrecen resultados rápidos y eficaces. En definitiva, del desarrollo de este debate -que también está teniendo lugar en los Estados Unidos, ante la corriente que tiende a implantar empresas norteamericanas en México y otros países latinoamericanos- se desprende que el fenómeno no es particularmente alarmante, si bien conviene hacerle frente con las soluciones económicas mencionadas, que son, por otra parte, de estricto sentido común.

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