Diario de León

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AQUELLO ERA como un ciruelo de ancho y tieso, un descomunal manubrio; no era colgajo, sino mástil y amenaza; era un cipote colosal. Lo lucía un actor de máscara entre sus piernas en el teatro inaugural de las olimpiadas de Atenas y no pasó desapercibido en medio de aquel barullo escénico. Casi un metro medía aquella lanza que apuntaba al cielo más en homenaje que en insulto. ¡¿Cómo se atreven?!, exclamó una amiga progre con la que veíamos la ceremonia, ¡qué desfachatez, qué provocación!, eso es un exabrupto de la falocracia que aún anida en la mente machista de este tiempo. Se representaba la vieja Grecia y aquello no era otra cosa que lo ya visto y que abunda o redunda en el arte, en pinturas, ánforas y cráteras: el dios Príapo con su material enhiesto, la fecundidad del Olimpo representada en un miembro viril disparatado. Pensé que esta licencia teatral retransmitida a dos mil millones de espectadores daría más que hablar que la teta de la Jackson insinuada en un estadio americano; y más allá de la discusión de nuestra peña, no he visto reflejo ni escandalera en ningún medio, que han eludido publicar la foto. La amiga progre no se apeó del burro (que también cuando pace al sol se le descuelga la potencia entre las piernas y sólo a mojigatos escandaliza, ese cilíndrico instrumento que todo menguado envidia). Insistió en la falocracia, en su repudio al falo y en unas incontenibles ganas de sacar la hoz y tallar de cuajo esa bandera de la masculinidad que es toda mástil sin trapo. De nada valieron erudiciones históricas y precedentes de toda cultura que normalizaron la visión del falo como expresión divina de una fertilidad que el hombre anhela. En templos egipcios o birmanos, en pagodas japonesas del Tao, en Etruria o Pakistán, lucen sus santos y dioses rabo gordo de entrepierna; y nadie fue con hipocresía vaticana detrás poniendo velos a las vergüenzas como en la Capilla Sixtina o esas hojas de parra de mármol que impostaron para ocultar el ridículo ramonín de la estatuaria clásica. Ella, erre que erre. ¡Machistas! Es intolerable que se admitan estos alardes viriles en un espectáculo de masas. Como buena feminista, no escondía cierto instinto de castración. Sólo disimuló sus furias cuando le hicimos ver que idéntica postura sostenían las beatas de Santa Marina.

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