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Publicado por
CÉSAR GAVELA
León

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YO HABÍA ido a Lugo como alumno libre de magisterio y me alojaba en un hostal de la avenida de La Coruña. A la vuelta de los exámenes -que eran siempre por la mañana, en un edificio nuevo y blanco- almorzaba en una casa de comidas de la plaza de la Soledad, y antes de ponerme a estudiar en el hostal, tomaba café en una confitería de la calle de la Reina. Encima del velador de mármol dejaba los apuntes de los exámenes de cada jornada, y sobre los folios subrayados en rojo quedaba siempre el Cancionero de Sagres, un libro de versos de Antonio Pereira que me gustaba leer a sorbos en la confitería. En mi penúltima jornada en Lugo, el hombre de la camisa verde que se acodaba cada tarde en el mostrador de la confitería, junto a una copa de café con hielo, me miró en un minuto de duda antes de acercarse, de saludar y confiarme, con una pizca de vanidad satisfecha, que él era Antonio Pereira, el autor de aquellos versos que yo leía. Sin aguardar mi reacción, añadió que estaba en Lugo por ser costumbre suya la de viajar a la ciudad en todos los junios, -Cuando los días tardan tanto en acabarse y las historias de amor tan poco en cumplirse -dijo, solemne, tomando en sus manos el Cancionero de Sagres-. ¿Quiere que se lo dedique? Estuvimos más de una hora hablando de poetas, de versos, de imágenes. Luego el hombre de la camisa verde me invitó a otro café y a una copa de orujo. Mientras le escuchaba, más sorprendido que atento, miré de refilón la contraportada de mi libro, donde estaba la foto del escritor Antonio Pereira, que debía tener en el retrato unos cuarenta años, y que en nada se parecía a mi interlocutor: un hombre calvo, más que maduro y de nariz muy chata. Salimos al jardín de la plaza de España y nos sentamos en un banco. Gritaban los niños, cantaban los pájaros, lucía el sol húmedo del norte, y fue entonces cuando acordamos ir hasta la muralla. Desde lo alto de las piedras romanas dimos un paseo y contemplamos toda la ciudad, sus tejados, templos y arboledas. Sonaban a ratos campanas y trenes, y un rumor artesano salía de las carpinterías y de los talleres metalúrgicos. Escuchamos risas de tabernas y nos cruzamos con jubilados lentos y con grupos de adolescentes risueñas y veloces que parecían vivir en Lugo sin vivir en él. -Ya ve por qué me gusta tanto Lugo, la tierra de mi padre -dijo el hombre de la camisa verde-. Este camino de la muralla es lo que ninguna otra ciudad de España tiene. Yo vengo aquí, paso varios días observando a la gente, miro los colores y las formas de tantas casas que conozco desde niño, entro en la catedral, tomo el café en la calle de la Reina, hablo con los amigos que hago y cuando me voy de Lugo me llevo diez o doce poemas entre las manos. O dos o tres cuentos. Volvimos al casco viejo. Cerca del convento de San Francisco vi a un hombre cuyo rostro era muy parecido al de la foto de la solapa del Cancionero de Sagres. Llevaba un maletín de fieltro y caminaba despacio, como quien busca una tienda escondida, tal vez un hospedaje. Luego todo sucedió muy de prisa: nos detuvimos ante un semáforo en rojo y el hombre que se parecía a Pereira también lo hizo, a unos diez metros de distancia, en la acera de enfrente. Un segundo más tarde, giré mi cabeza para ver de nuevo el rostro de mi acompañante, pero ya no lo encontré. Ni siquiera percibí el eco de sus pasos en fuga. Confuso, no llegué a cruzar la calle. Antonio Pereira, sin embargo, sí lo hizo, y cuando llegó a mi lado me contó que llevaba un rato buscándome, y que me quería invitar a un café en una confitería de la calle de la Reina. -Y terminamos así la charla de esta tarde -añadió.

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