VENTANA ABIERTA
El conflicto de las grúas
DECÍA AYER MARTÍN Ferrand, con buen sentido, que el verdadero «know-how» de las compañías aseguradoras, la esencia tecnológica en que se sustenta el negocio de los seguros, es el lenguaje. «Han fundamentado un sólido sector económico en la jerigonza, en el uso de una sintaxis y unas palabras específicas, propias, de muy difícil entendimiento para los profanos». Por ello, con toda seguridad, las pólizas que protegen -es un decir- a los automovilistas de cualquier adversidad habrán previsto coyunturas como la actual, con las grúas en huelga, de forma que el principal perjuicio sea para los infortunados clientes, que temen, probablemente con razón, que cualquier siniestro que impida circular a su automóvil se convierta en un gran quebranto. De otro modo no se explicaría que la principal preocupación suscitada por este conflicto recaiga sobre los automovilistas, cuando quienes tendrían que sentir la mayor zozobra habrían de ser las compañías de seguros, que han contratado con sus clientes una asistencia que no están en condiciones de otorgar. Si existiera verdadera simetría en la relación contractual -el pago de una prima a cambio de una inexorable prestación-, el asegurado debería poder desentenderse del problema: si no acude la grúa a rescatar el automóvil, si éste es desvalijado o desguazado por desaprensivos, la responsabilidad ha de ser para la empresa aseguradora. Pero como todos conocemos el efecto demoledor de la letra pequeña de los contratos leoninos sobre nuestras garantías e intereses, es lógico que nos echemos a temblar, escépticos acerca de la tutela que el Estado pueda ejercer contra los gigantes del aseguramiento, en la mayoría de los casos multinacionales de colmillo retorcido que tienen a su disposición legiones de abogados. El propio planteamiento del conflicto pone de manifiesto que no existía un verdadero mercado abierto en el sector: las aseguradoras subcontrataban las grúas a un precio pactado, que ahora se resisten a revisar. Y el hecho de que sea Unespa -la patronal de seguros- la que negocie con los representantes de los gruistas indica que lo que se busca es otro pacto semejante. De cualquier modo, y pese la inexistencia de una ley de huelga que preserve claramente los intereses de los ciudadanos ante el poder exorbitante de ciertos sectores de actividad, es claro que el Gobierno tiene que intervenir para tratar de restablecer los equilibrios. De momento, y al margen de que se haya creado una especie de gabinete de crisis encabezado por la vicepresidenta María Teresa Fernández de la Vega, la única iniciativa conocida ha sido la consulta del delegado del Gobierno del País Vasco a la abogacía del Estado sobre la pertinencia de utilizar al Ejército para retirar los automóviles averiados de las carreteras, y a la que el servicio jurídico ha respondido en sentido negativo. La actuación gubernamental más pertinente sería la presión sobre las aseguradoras, que son las que dejan de prestar unos servicios vitales. Son ellas las que tienen que resolver sus diferencias con las grúas de auxilio en carretera, o, en el peor de los casos, que prestar dicho servicio directamente. Lo inaceptable es que, conscientes las aseguradoras de que la opinión pública se cierne muy crítica sobre quienes protagonizan el paro técnico, se sienten a esperar. Las asociaciones de consumidores han entendido bastante bien la asimetría del conflicto y se disponen a asesorar a los usuarios en la reclamación de daños y perjuicios a las aseguradoras. Y el Gobierno debería poner su aparato jurídico -excitando incluso la intervención del fiscal general del Estado en defensa del principio de legalidad- al servicio de esta exigencia. En definitiva, la extensión del conflicto de las grúas sólo se explica por la pervivencia de tendencias oligopolísticas que el Estado tiene que desmantelar. Ello legitima absolutamente el intervencionismo en el problema, que ha de ejercerse por el procedimiento de enfrentar a las aseguradoras a su directa y exclusiva responsabilidad.