EL PULSO Y LA CRUZ
Suenan a pitorreo
ESTÁ de moda embadurnar paredes y postes con anuncios restallantes de fiestas sin cuento en toda la provincia. Algunos de los festejos ya están secularizados (exaltación de la cecina, fiesta del veraneante...), pero inclusive éstos no son capaces de prescindir (salvo olvido o descuido) de la parte religiosa (católica, hay que añadir, por si las moscas) del evento. No falta la Santa Misa a la hora oportuna (en algún caso impuesta al señor párroco por la plenipotenciaria Comisión de Festejos, que se cree a pie juntillas lo de quien paga manda y, a veces, sin ni siquiera echar mano al bolso y decir, por cortesía, ¿cuánto se le debe?). A algún comentarista he leído en el intento de hacer disquisiciones agudas sobre la dimensión «cultural» de estos festejos; algo decía también sobre la «religiosa». Abundemos en esta faceta. Federico Nietzsche hablaba ya a finales del siglo XIX de que Occidente necesitaba desprenderse del tufillo judeo-cristiano y adentrarse por la alegría dionisíaca del vivir: la fiesta desmadrada, moderada sólo por el ansia del disfrute. Pues bien, sus deseos se están cumpliendo en esta etapa cultural, si es que algo de «cultura» tiene; únicamente que no se presenta el dios Dyonisos en estado puro; hay que amalgamarlo con alguna de las tradiciones (otro dios al que se rinde culto ciego). Si la fiesta tiene su motivo en que es el día de la Virgen de las Nieves o de San Lorenzo o de San Roque o de San Bartolomé o de San Juan Degollado, manténgase el festejo religioso (léase la celebración de la Eucaristía, casi siempre «amenizada» (?) por el Coro parroquial) al menos como un título «colorado» o excusa para la farra de la que se viene o a la que se va. Que no falte el señor cura (en San Pedro Mallo, al pie de Matarrosa, faltó y la que está armada) ni la procesión con el santo ni las chirimías y el tamboril ni los pendones que más lucen ni la presidencia de las autoridades civiles. Ya la tenemos montada. Y todo eso en un Estado que pretende ser laico, con una Corporación municipal que no es de la cuerda, con una Comisión de fiestas que no pisa la iglesia (con honrosas excepciones), con unos pendones que saben de todo menos de Misa, con unos músicos que tocan en la procesión el pasodoble «La gracia de Dios» porque a zurrón suena y con una movida popular en la que cabe de todo menos de rezar y de reavivar y compartir la fe cristiana. ¡Ah! Y que, «al alzar», no se eche de menos el himno nacional; para detalles, pregunten en Banecidas. Toda esta literatura sólo tiene una intención: no es abjurar de lo lúdico ni ridiculizar la alegría de vivir ni prohibir el «agarrao» ni echar a la gente (a alguna) de la iglesia; servidor sólo pretende cumplir la vieja máxima evangélica de «al césar lo que es del césar y...». Si se ha de tener fiesta y la razón es la celebración de un santo según el calendario litúrgico, respétese y cuídese la fuente y razón de ser de la juerga. Y si no, acábese con la pantomima arqueologizante en la que la Santa Misa y añadiduras tienen que ir de florero en un contexto de paganismo soberano. Vale más tirar por nueva calle y acabar celebrando la Jornada de la Cogorza, el Día de los Solteros y Divorciados o el Encumbramiento de las Sopas de Ajo. Así algunas cosas del programa no sonarán a pitorreo. Dejemos el asunto, que no da más que dolores de cabeza, y vayamos a cosas más enjundiosas. Como el libro que acaba de escribir el cura de Fabero, don Máximo Álvarez, dedicado a palpitante actualidad, «Casarse en estos tiempos», y que conste que no se encamina por los vericuetos que pretende el Gobierno. Son consejos y deseos para la preparación y la vivencia del matrimonio, auténtico; tiene trece capítulos pero no traerá mala suerte. Léanlo interesados y afines. Caldereta de recental para la gente de Prioro que aún tuvo reaños, después de la fiesta de San Roque, para homenajear a don Fidel González por sus cincuenta años de sacerdote. Copa de Vago Viejo para el pueblo de Villacalbiel-San Esteban que curiosamente desempolvó recuerdos y descubrió que hace más de veinticinco años pasó por allí un párroco que se desvivió por ellos y que merecía una honra, y así se la ofrecieron a don Luis Flórez. Epinicio poético para don Antonio Castro, sacerdote, poeta, profesor, que cumplirá setenta y cinco años de edad y cumplió cincuenta y uno de operario diocesano, porque su pueblo, Oteruelo de la Vega, le acaba de nombrar hijo predilecto, a pesar, dice él, de que habla poco con la gente por la calle. Hable, pues.