Diario de León

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¿CONOCISTE a muchas mujeres cuya sonrisa de moflete colorado y terso de bondad no se apeara de su cara en toda su vida?, ¿gente paisana relativamente feliz en su conformidad y en la catarata de trabajos y disgustos que les puso el Señor a llover -ayjesúsay- sobre el tejado de su existencia o en el patio de sus quereres?... Todos conocemos algunas mujeres así, pero nunca pasan de tres. Mi tía Amalia era una de ellas. Esa raza de mujer, esa rareza entre mujeres, es la que tiene el secreto viejo de sacarle virutas de alegría y ánimo a los garlopazos con que la vida nos va desollando. Siempre están impulsando y remando, se afanan en la concordia, no tienen tiempo de sentarse y animan al resto. Supongo que esto es un don, pero sin duda es también un esfuerzo grande, a veces heroico cuando la vida ha sido larga, como la de Amalia, pero sobre todo intensa en palpitaciones y extensa en prole. Los amores son siempre trabajos para lo ajeno y negaciones de lo propio. A la gente de esta edad y en esta tierra les tocó pasar de todo y tragar fatalidades, guerras, cainismos, laboreo fatigante, escaseces, enfermedades de país amiseriado... Tuvieron fe recia, sueños comedidos y desengaños en cestas. Con lentitud de buey y terquedad de convicciones salieron adelante, pero a muy pocos les duraba la jovialidad en la cara conforme pasaban los años. Razones les sobraron para ello, quizá, para amargar la comisura y excavar grieta en el entrecejo. Solamente unos pocos no rindieron su sonrisa hasta que un torzón final o la muerte se la arrebataron. La tía Amalia se nos fue hace unos días y con ella un capital de dulzuras enhebradas en los días y en los gestos, se fue esa chispa en los ojos de quien siempre se alegraba de verte, aunque fuera en tiempos de lágrima seca. Era ella diminutivo de la ternura perpetua y su querer fue toponimia de bondad y tierrina, de casina, Andresín, Marujina, Romanín, Amalina, Cesarín... siempre quitando hierro y poniendo lana. Fue maestra, pero de temprano le puso la vida delante una fila de once hijos; no ejerció; bastante aula y patio tenía en casa; no eran sólo once bocas a comer, sino a hablar o potrear o discrepar en una república de pensares, pero de sangre conciliada. Con el solo sueldo de maestro del tío Andrés obró proezas. Y con la discreción con que vivió quiso irse. De admirar. Y de añorar.

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