EL PULSO Y LA CRUZ
Mar adentro
ESTOY más que seguro de que Alejandro Amenábar, el flamante director de cine, no ha leído para nada la Carta Apostólica de Juan Pablo II «Al comienzo del Nuevo Milenio» (Novo Millennio Ineunte) ni ha rastreado concienzudamente los Evangelios como para entender la frase de la Vulgata de «Duc in altum» (que utilizó Mons. Almarcha como lema de su largo episcopado). El Papa escoge precisamente esta frase para animarnos a mirar al futuro, levar anclas, izar las velas y echarnos hacia altamar. «Rema mar adentro» le dijo Jesucristo a Pedro cuando no habían pasado éste y sus colegas precisamente por una buena noche. Bueno, pues resulta que el tal director ha optado por escoger esa frase como título de su última obra, jaleada intensamente por muchos de los medios de comunicación de la «progresía» y por los apoyos colaterales de políticos y publicistas: «Mar adentro» . Los lectores ya conocen de qué va el filme: un alegato (aunque el director diga otra cosa) que mitifica y consagra la decisión personal de quitarse la vida del tetrapléjico gallego Ramón Sampedro. O sea que de «mar adentro», nada, si es que no entendemos la aventura marítima como la entendían los antiguos clásicos para los que tal peripecia conducía a hundirse en los abismos que estaban a los extremos del mundo, en los finisterre de entonces. Les confieso que no he visto la película, pero sí he seguido su andadura incipiente a través de los medios especialmente escritos. Aparte de la belleza formal que pueda tener el filme (y tendrá, porque el director cuenta con alforjas equipadas para ello), la sensación que uno recibe de los comentarios publicados es la de que la cinta es el catalizador de un debate abierto en la sociedad sobre la eutanasia activa (consentida o no consentida), donde cada uno toma partido según sus prejuicios, o sea, de conformidad con el conjunto de valores y convicciones con que uno anda por la vida. Donde haya unos criterios hedonistas, por los que se abjure de todo lo que signifique dolor o dificultad, nada debe extrañar la opción de desaparecer cuando parezca que el sufrimiento es irreversible. Donde la visión puramente materialista de la vida («todo acaba con la muerte») exista, parece justo y necesario apuntarse a la nada cuando uno, por algún motivo, lo crea conveniente. El problema, pues, no está en la decisión última de quitarse la vida o de solicitar a otros que se la quiten; el asunto tiene su eje en la concepción que se tenga del sentido de la vida, en las creencias, en las convicciones, en la escala de valores. Ahí está el quid de la cuestión. Y esto me parece que es lo grave de la película: que pretende sutilmente (o no tanto en alguna secuencia, según me dicen y leo) hacer doctrina sobre el particular. Ramón Sampedro (y parte de su entorno con él) eligió la muerte. Tristemente ésa fue su decisión. Pero ¿serán unos descerebrados los que, en iguales o parecidas circunstancias a las suyas, eligen vivir? ¿Estarán en sus cabales los que entienden que el dolor y la angustia tienen sentido no sólo religioso sino también humano? ¿Serán dignos de desprecio cuantos opten por disfrutar con aquellas mínimas satisfacciones que les puede conceder una naturaleza deteriorada? ¿Será una pasión inútil y absurda la que mueve a enfermos y minusválidos a superarse cada día, a integrarse en la medida de sus posibilidades en la sociedad, a hacer unos estudios, a escribir una novela o a navegar por internet? Si la película hace una apología de la rendición de la persona ante las dificultades como una decisión libre, servidor respeta el «ya no puedo más» de quien lo musite, pero se apunta a convivir con todo el bagaje de dificultades que comporte la existencia y se decanta por levantar un monumento a cuantos tiren por la vida hacia delante, sea cual sea el atolladero en que estén enmarañados. Por eso me importa más ser fuerza viva dentro de un Estado que se preocupe, no tanto de debatir sobre si se ha de legalizar la eutanasia y con qué particularidades, cuanto de promover mejores condiciones de vida, ofrecer cauces de dignificación para los que están disminuidos, abrir la igualdad de oportunidades, con el apoyo necesario, a los deficientes, crear instituciones y habilitar medios en favor de cuantos tienen problemas de salud y de integración, promover unos valores que aboguen por el valor inviolable de la vida. Esto será humanizar la existencia. Esto es ponerla en sintonía con la cruz de Cristo.