LA GAVETA
Luis García Ojeda
UN DÍA DEL OTOÑO de 1970 estaba yo a las afueras de Astorga, con mi paisano, amigo y condiscípulo Gaspar García Fernández. Era una tarde pacífica, soleada, lenta. Astorga quedaba al fondo, bella ciudad católica, apostólica y romana donde vivían entonces al pie de cien curas cultos y muy aficionados a los picatostes. Cien curas lustrosos que parecían cardenales, y Astorga toda una Roma pequeña, severamente vaticana, con aquellos pujantes cargos de la Curia, que todavía continúan hoy, claro, aunque con un color más desvaído: el deán, el arcediano, el magistral, el chantre, el vicario general y aquel fugaz vicario capitular, que tengo entendido que es quien sustituye al obispo muerto mientras toma las riendas de la diócesis, también provisionalmente, el vicario general. Astorga era una costumbre pacífica y blanca para Gaspar García y para mí, y yo creo que para todo vecindario. Y fue por entonces que vino un día-puente, debía ser el de Todos los Santos, y los curas nos dejaron ir a nuestros pueblos y ciudades para honrar a los muertos, para beber algunos vinos de libertinaje y para ver a nuestras familias y también a nuestras novias de fantasía. Pero volvamos a la carretera. Gaspar y yo seguíamos en el asfalto en la tarde de autos y de camiones. Hacíamos auto-stop y como íbamos cerca, a Ponferrada, confiábamos en la bondad de algún transportista, o tal vez en la de algún viajante de la zona, o acaso en la de algún profesional berciano que regresara de León: un abogado, un médico, quien sabe si algún gestor administrativo colegiado y de las Jons. Un coche, al fin, se detuvo. Un coche grande y negro, con una banderita. Gaspar y yo nos miramos asustados. ¿Será el gobernador?, creo que llegamos a barruntar. Pero no se trataba del gobernador, que por entonces se apellidaba Ameijide Aguiar, y que era de Lugo, tierra de políticos incombustibles, como ese Cacharro Pardo que tanto perdura y manda en la bella (y para los leoneses, remota) provincia de Lugo. Porque el del coche era el alcalde de Ponferrada, don Luis García Ojeda, que pronto nos dimos cuenta, y para gran sorpresa nuestra. Recuerdo que nos acomodamos en el vehículo muy circunspectos y tímidos, Gaspar delante y yo junto al señor alcalde, y nos mantuvimos en absoluto silencio hasta que García Ojeda, que tenía aspecto de yanqui calvo y bajito, empezó a preguntarnos por nuestro oficio entonces, que consistía en eso tan raro de ser seminarista. Después de ese dato, que yo creo que García Ojeda recibió con tono burlón, como de descreído que disimula, pasó a preguntarnos por nuestras familias, que inmediatamente situó en el mapa humano del barrio de la Puebla. La conversación, aunque siempre cauta por nuestra parte, ya se fue haciendo algo más expansiva entre las cuestas descendentes del Manzanal, y de esos prolegómenos rígidos, pasamos a otras cuestiones más corrientes y menos envaradas. Ya en Ponferrada Gaspar García y yo nos bajamos entre nerviosos y liberados del coche, saludamos al señor alcalde y le agradecimos su inesperada hospitalidad. Luis García Ojeda fue el primer político con el que hablé y lo recuerdo como un hombre serio y discreto; y aunque lastrado por su nombramiento antidemocrático (como todos los cargos entonces) creo que fue un alcalde eficaz. Su nombre, hoy, está unido a un viaducto de Ponferrada, el que une el Moclín y el Campillín, bajo la mirada bondadosa e invicta del castillo de los templarios, nuestra patria más irreductible; y yo creo que mi tío Celso López Gavela, primer alcalde democrático de Ponferrada desde la guerra, hizo bien en dedicarle "la puente" a aquel colega sigiloso y cumplidor que se llamó Luis García Ojeda y ahora caigo en la cuenta que hace mucho tiempo que no voy a ver a mi tío, y le mando un abrazo desde estas páginas.