Diario de León
Publicado por
CÉSAR GAVELA
León

Creado:

Actualizado:

MI TÍO José Sal nació en 1921 en Tablado, una aldea del suroeste de Asturias, y allí vivió de niño la vida del monte y la distancia, adobada con cuentos de osos y de lobos, de nieve y de caminos. Hijo de casa humilde, pero rica en descendencia y en valor, mi tío se dedicaría desde muchacho a un comercio muy duro: vender mantas por los pueblos. Mantas que compraba con su padre en el Val de San Lorenzo y que luego llevaban a hombros, por el mundo adelante. Tiempo después mi tío aparece en la Ponferrada de los años cuarenta, dedicado a un pequeño negocio de coloniales, compartido con sus tres hermanos varones. El negocio era pequeño, rendía poco, y por eso una noche de 1961 José Sal se presentó en una fonda de Valencia dispuesto a comerse el mundo. Y bien que se lo comió, pues apenas seis años más tarde era copropietario de la fábrica de chapa de madera más rumbosa de la región. Ya en los primeros años setenta empecé a tratar algo a mi tío, al que casi no había visto antes, y a partir de 1976 tuve ocasión de pasar con él muchas tardes en Valencia, y también infinidad de almuerzos y de cenas, a las que siempre me invitó, con una generosidad de escándalo. Pero lo mejor que me dio mi tío no eran esos banquetes, sino el relato de su vida, que tanto le gustaba recrear. También, a veces, me refería las guerras comerciales en las que andaba metido en Valencia, las ambiciones, los fletes, las competencias, las inversiones y las notarías. Mi tío José Sal era un hombre duro y tierno a la vez, implacable en los negocios, y muy sencillo siempre. Ajeno a alharacas y presunciones. Y aunque ya era muy rico entonces, vivía de alquiler en un piso corriente del distrito del Botánico, piso que luego compraría y en el que residió siempre, y en el que vive su viuda, mi tía Celia. Sus coches también eran discretos, nada aparatosos. Y su vida, muy perjudicada por una enfermedad que le privaba de algo que mucho apetecía: comer chorizos del Bierzo, botillos y muchos otros prodigiosos embutidos. Él tenía que conformarse con un pollo soso y cocido y muchas veces le tengo visto indignarse ante aquel menú. De mi tío José Sal yo podría escribir un libro muy extenso. Todo lleno de sonrisas y de contundencias. De valor y de autoridad. Era un hombre irreductible, de esos que ya no existen. A mi me recuerda mucho a un gran amigo que también hice en Valencia, el cineasta Ricardo Muñoz Suay. Los dos eran crueles con el enemigo, generosísimos con el amigo. Y amaban la familia, el pasado, el solar natal y la infancia tanto como amaban la pelea, el exabrupto y el puñetazo en la mesa. Un día, recién llegado yo a Valencia mi tío me llevó «a Fábrica». Él hablaba así, como los que dicen «a Palacio» en lugar de «al palacio». Fuimos, pues, a Fábrica, en el término de Aldaia, y allí me enseñó las calderas, el horno, los secadores y después el fruto de aquel trajín: las inmensas y numerosas pilas de chapas africanas bien cortadas que compraban sus empleados «in situ» en los bosques de Costa de Marfil y de otras repúblicas del golfo de Guinea. Luego, de regreso a Valencia, José Sal se metió por una calle en dirección prohibida. Todos los coches que venían de frente pitaban, indignados. Yo le dije a mi tío que íbamos al revés, y él, sonriendo, seguro de sí, me dijo: «Tú que sabrás!» Ese era mi tío. Hace unos años, en 1997, murió en Valencia José Sal, de una enfermedad pulmonar, probablemente hija de su afición desmedida por el tabaco, que tan bien casaba con su carácter adusto, con su pelo generoso y con sus trajes grises, que siempre llevaba. Mi última imagen de él fue en la UCI de la clínica de La Salud, donde ya casi no podía respirar. Pero aún me dijo, gallardo y enérgico,también sonriente al verme, y como si se disculpara de aquel trance: «!Ahógase uno!».

tracking