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Publicado por
FRANCISCO SOSA WAGNER
León

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UNO, EN SU SIMPLEZA, creía que la singularidad de un pueblo se ponía de manifiesto presentando las credenciales de su rica Historia y de su vitalidad creadora, pasada y presente, pero advierte que estaba equivocado porque no parece ser así. Que la peculiaridad y, con ella, la distinción, viene exclusivamente del hecho de poseer una lengua propia. sí pues tan solo este factor permite a un pueblo ocupar un lugar entre los elegidos en esta península. Naturalmente ha de tratarse de una lengua que no sea el español, idioma de fascistas y de inquisidores. Véase el caso de León o el de Asturias. Tienen ambas regiones un ayer relevante, alfombrado de glorias, de arrojo y de originalidad histórica. Con una tradición artística ubérrima, de escritores, de pintores, de escultores, con un presente más prometedor aún pues pocos territorios españoles tienen tantos creadores por metro cuadrado como los dos citados. Florece la literatura acá del Pajares y allá, y lo mismo las demás bellas artes, con nombres que se han convertido en símbolos nacionales de la inventiva fructuosa. Pues todo eso no parece suficiente. Es preciso disponer además de una lengua original y de ahí vienen los esfuerzos por revitalizar los bables y demás especialidades lingüísticas. En lugar de presentar como «hecho diferencial» y timbre de orgullo la riqueza acumulada, la vitalidad de sus sociedades, su apreciable curiosidad intelectual, que ya es bastante para estar contento y hasta engreído, hay quienes se empeñan en andar reconstruyendo un pasado idiomático y aplicando a ello la paciencia del arqueólogo. Bien es verdad que lo mismo ocurre en otras partes de España: Aragón con la fabla, Murcia con el panocho, Extremadura con el castúo. La guinda ha venido con la propuesta de hacer el árabe y el bereber cooficial en las ciudades de Melilla y Ceuta. Tiene, a mi modesto entender, esta explosión de ensoñaciones lingüísticas algo de patético y de extravagante pues ignoran sus patrocinadores que la singularidad de un territorio puede estar alojada, como vengo sosteniendo, en su capacidad creadora pretérita y actual y que ello es compatible con hablar sin complejos el español (o castellano, como quiere la Constitución). Cuando se oye decir que nuestro idioma común es un idioma de imposición, a uno se le estremecen las entretelas y se le agitan los cascabeles interiores. Porque para idioma de imposición el latín que nos llegó de la mano -poco amistosa y poco complaciente- de las legiones romanas con sus tribunos y centuriones, personajes a quienes no hubiera gustado en absoluto que se les confundiera con los miembros apacibles de una organización de caridad o del Ejército de Salvación. Puestos a buscar nuestras raíces históricas, reconstruyamos el íbero, el griego, los idiomas celtas, el fenicio, extendamos el vasco más allá del Ebro... Todo menos admitir que un Ejército nos ha impuesto un modo de hablar. Se advertirá el dislate. Pero en esas estamos. Como a estas Soserías no les gusta la seriedad, a la vista del entusiasmo idiomático que nos invade, propongo que se creen oficinas lingüísticas y se ponga al frente a un licenciado, como ocurre con las farmacias. A ella acudiríamos cuando nos viéramos aquejados de un apretón gramatical o sintáctico, cuando anduviéramos desolados a la búsqueda de una desinencia o de un sufijo ... «Unas inyecciones de adverbios por favor» pediría quien se sintiera bandonado por el estro de estas locuciones. «Los pronombres ¿los quiere en pastillas o en polvos efervescentes?», preguntaría el farmaceútico, perdón, el lingüista titular. Oiríamos el consejo: «No deje de llevarse esta pomada de interjecciones». Yo me arruinaría comprando adjetivos porque me enloquecen al ser la sangre y el nervio del relato. Y la forma más eficaz de abofetear al prójimo sin dejar huellas comprometedoras. En fin, tendríamos al lingüista de guardia, toda la noche en su garita, a la espera de ese noctámbulo adorable y bohemio que cuenta las estrellas como las sílabas que son de un poema.

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