CRÉMER CONTRA CRÉMER
¡Cuánto cuesta morir!
NO SÉ SI YASER ARAFAT, caudillo de la huesta Palestina y lento moribundo universal, sabría aceptar de forma debida en sus últimos días que la muerte le estaba mordiendo los talones. Días y días, después del calvario del encierro en su propia casa de La Mukata, el cadáver del dirigente palestino fue llevado en andas hasta París, volando, volando, volando, que es la forma religiosa de alcanzar el Paraíso destinado a los fieles que mueren en aras de la gloria de Mahoma. La religión que profesó el muerto en vida impedía que le fuera aplicada la ley decisiva de la eutanasia, y le mantuvo artificialmente, entubado, lejos ya de este mundo y a la espera de que le fuera concedido permiso para morir y ser enterrado como Alá manda. ¡Qué triste destino el de hombres del temple, del coraje o de la obsesión que padeció Arafat desde que decidió enrolarse en las filas de los enemigos de la fe y de la patria anunciada también por los profetas. Inevitablemente, al repasar las páginas últimas de esta complicada biografía, se nos echaba encima la sombra tremenda de aquel Caudillo de nuestros quebrantos más sangrientos. Luchó también como Arafat por la conquista de un territorio que consideraba patrimonio personal y gloriosamente o desdichadamente, según quien lo transcriba, consiguió dominar a sus rivales y poseer totalmente la tierra ambicionada, lo que Alá no le permitió a Arafat... También le llegó a nuestro histórico peleador la hora tremenda de la enfermedad. Y todos aquellos que vivieron de los despojos de sus algaras por las anchas tierras del Quijote, formaron la corona negra de los animadores de muertos. Y le llenaron de tubos y de ensalmaduras y como vivo bien muerto resistió días y días, hasta que al fin y considerando en ambos casos que ni el Dios del Sinaí ni el Profeta coránico tenían venia celestial para mantenerse en estado de letargo científico, obtuvo licencia para morir. Y se murió el uno y el otro. Y Díos y Alá les acoja en su seno, amén. Fue triste, muy triste, esta agonía del «rais» palestino. A él, que aspiraba a ser recordado como el personaje del poemilla de Guillén, «como buen aventurero, cuando muera/ quiero saber que me muero», acabó sus días y sus noches sumido en la más total de las oscuridades, sin saber que moría, ni por qué moría, ni a dónde le iba a ser permitido reposar o esperar la llamada para ocupar el puesto que tiene sin duda en su Paraíso de huríes clamantes. También como al nuestro, le rodeó la corona negra de los cuervos que aleteaban sobre la sombra de la muerte, esperando con impaciencia el momento sacrílego en el cual les fuera permitido lanzarse sobre sus restos y destruirles. Y acabó un día, cuando Dios y Alá decidieron. Y de su poderío, de sus intrigas no queda nada. Asistir a la lenta agonía de esta clase de seres especiales, produce inevitablemente un estado de angustia en la comunidad, por muy enconada que esté frente al muerto. Pero nada se pudohacer por rescatarle. El muerto al hoyo, señor, y el vivo, los vivos al hoyo donde se esconden los dineros de la muerte. También en esta ocasión parece que corresponde recordar el verso del poeta: «Tanto penar para morirse uno».