Diario de León

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KENNEDY murió mientras cantábamos la jota triunfal de Los Sitios de Zaragoza, zarzuela a la patria, ahí va el Ebro. Si la noticia, cuchillo de hielo que degolló el concierto de santa Cecilia, hubiera llegado minutos antes, a Kennedy le hubiéramos ungido con algún coro de Haendel, una cantata de Bach o aquel «Venerábilis Barba» con el que Mozart se burló elegantemente de los capuchinos por hacerle esperar una eternidad y media en el zaguán de un convento escribiendo allí mismo la pieza que más me divirtió cantar en mis cinco años de escolano, venerábilis barba capucinorum, pura coña. El concierto de santa Cecilia en los dominicos, tal que hoy, era conciertazo y alarde de coros y rondallas preparado con meses y festejado con solemnidad, abarrote de butacas y éxito de crítica, así que suspenderlo en su mitad fue chasco y sobrecogimiento. Kennedy era de casa, cosa nostra, el único presidente católico de los Estados Unidos, un espejo de esperanzas. Lo teníamos por propio porque unos meses antes había remitido un sobre enorme al colegio de La Virgen del Camino con carta cordial y fotos varias de la familia presidencial, los niños, la Jackie, el salón oval y un retratazo suyo dedicado de puño y letra. Era contestación a otra carta que los frailes se empeñaron en mandar a la Casa Blanca con fotos del benjamín de mi curso que arrojaba parecidos con el presidente americano, cara redondilla, moflete de cachete y un aire en el tupé. De hecho, ya nadie le llamaría de otra forma, Kennedy, así que su Morán o su Jaime sólo le valía para firmar cartas o exámenes. Tras la noticia se desalojó el salón, se despidió a familias e invitados y nos llevaron a la capilla para un baño de rezos y pesadumbres. ¡Kennedy muerto! ¿Qué pasará ahora?... Hubo cena muda y fue noche de radio en celda de fraile o de galena bajo mantas en camarilla de colegial. Pero a uno de mi curso -doce años tenía el guaje- no le tumbó la noche. Al bajar a la capilla a las ocho, allí estaba arrodillado, la cabeza algo vencida, esforzado en mantener los brazos en cruz. Había pasado la noche entera en esta postura aterrado de presentimientos. Le dijo al fraile que estaba rezando por la paz del mundo. Le dieron premio en conducta, pero el cielo despreció sus rezos porque justito después vino Nixon a llenar el planeta de bombas y vietnames.

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