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Publicado por
RAFAEL TORRES
León

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PARA EL EX PRESIDENTE del Gobierno, José María Aznar, no se deriva para los españoles felicidad alguna de haber abandonado la guerra y con ella las huestes que en una ignominiosa agresión de despojo han destruido, por generaciones acaso, un país como Irak. Por el contrario, la felicidad para Aznar, según expresó en su bochornosa comparecencia de ayer ante la comisión que investiga los hechos y las circunstancias del 11-M, se cifraba en la participación española en esa guerra inmunda a la que ni él, ni sus familiares, ni los dirigentes de su partido habrían querido ir nunca, por cierto, a pegar tiros y a que se los pegaran, pero es que el señor Aznar tiene, según es bien sabido, una pobre, por no decir escalofriante, idea de la felicidad. Imposible, escuchando ayer al ex presidente vencer la tentación de parafrasear aquel profundo y lúcido pensamiento del que fuera presidente de la II República española, don Manuel Azaña Díaz: «La libertad no hace felices a los hombres; les hace, simplemente, hombres». Así también la paz, y en eso lleva a su pesar alguna razón el académico de Georgetown, no hace felices a los hombres, pero él no lo sabe, o no le cabe en la cabeza, que les hace simplemente hombres, en tanto que la guerra les convierte en criaturas feroces y desgraciadas indignas de ostentar ese nombre. Pero siendo muy reveladoras sobre quien las emite, esas ideas de la felicidad y de la condición humana expresadas por Aznar, no lo fue menos el conjunto de su intervención entre los representantes del pueblo español que intentan dilucidar la actuación de su Gobierno antes, durante y después de la carnicería que asoló Madrid y el alma de todos los españoles. El máximo responsable entonces de la seguridad de sus compatriotas no tuvo ayer, y creo que ya no lo tendrá jamás, una sola palabra de autocrítica por la imprevisión de su Gobierno, o siquiera de humildad, entre tantas otras autoexculpatorias y de exoneración de toda responsabilidad. Lo cierto, en todo caso, es que ese hombre ya no impone a España su falta sentido de la felicidad, ni de la política, ni de la convivencia, por mucho que su nombre, sombra del pasado, gravite aún, de vez en cuando, por el cielo de la gente.