GALOPANDO NUBES
Distancia australiana (y III)
AUSTRALIA: RECUERDO DE LA LUZ, esquirlas de oscuridad donde cuelgan también murciélagos de pérdida, la destrucción que el tiempo inflige a la memoria. En los caminos de Portland pregunto por Gail y no encuentro su rastro en un paisaje profanado por las excavadoras. He llamado a la puerta de la casa ahora irreconocible. Un adolescente muy grueso, poco interesado en mis preguntas, me remite a los operarios. El trepidar de los motores y el fango que lo preside todo ha sustituido el rincón secreto de un cuidado vergel que conocí y cuya belleza ya sólo reside en la imaginación de quienes lo miramos. Yo aprendí en dos estancias -en que me demoraba a solas esos instantes preciosos (era consciente de mi privilegio) entre los muros vegetales para aspirar con lentitud mis cigarrillos- sus espacios jugosos, el colorido de sus flores y arbustos. Era lugar tan puro y deseable, tan perfecto para el descanso del espíritu, que me pareció imposible de repetir en un sitio futuro: parte de su misterio radicaba quizá en la entrega a perfilarlo de un par de generaciones humanas o de toda una vida y la mía había agotado más de su mitad y aparentaba seguir su resto cumpliendo un destino consistente en «rodar y rodar». La última vez miré el jardín perdido tras los ventanales: estaba sentada en un escritorio provisional de ésa que sería después «Casa tomada» y, desde que me inspiró la fragancia de sus rosas tempranas, han pasado dos años. Escribí allí poemas cuya interpretación nadie sabrá porque el rincón maravilloso me trajo fresco el mensaje de Cavafis y sus Ítacas y bastó por sí mismo el acto calmo de crearlos: luego los despedacé para lograr mi regreso de otros laberintos espaciales. ¿Se hicieron espejos siderales y cada fragmento fue un rosal que cortaron, un árbol frutal, una hortensia azulmalva, un arbusto perenne, una minúscula florecilla silvestre que pisotearon los especuladores y sus máquinas? Los restantes se los llevaría el aullido de Lope de Vega 10... Gail (no recuerdo su apellido que en realidad no sé si llegué a saber) regentó casi un año el «Portland Inn», uno de los lugares más apacibles que he conocido en mis viajes y donde disfruté una habitación recogida y soleada que tenía acceso independiente desde aquel hermosísimo jardín (cuarto que yo prefería al más lujoso y sombrío que daba a la parte frontal). Gail estaba allí la segunda vez que me alojé en el «Bed & Breakfast». Su rostro mostraba las heridas de un pasado duro y laborioso y sospeché que había llegado incrédula a ese momento en que la vida parecía ofrecerle cierta tranquilidad con la tercera y más pequeña de sus hijas (¿se llamaba Tenielle?). Pronto descubriría Gail -cuando los propietarios del hostalito se arruinaron por abarcar varios negocios en los que no tenían experiencia y ella perdió su trabajo, volviendo a la incierta deriva que la trajo desde Melbourne hasta el próspero pueblo- que la timidez de la niña partía de una sordera profunda que la aislaba en su silencio interior. Me lo contaría meses después: a través de Internet me fue desgranando sus peripecias mientras pudo hacerlo. Hasta que el banco acreedor desvalijó la casa y el ordenador desde el que me escribía emails. No supe más de ella. Me devolvieron una carta que le mandé: su destinataria era «desconocida». Nunca se sabe el origen de la corriente de simpatía que nos acerca a algunos seres, pero entre nosotras se estableció enseguida. Compartimos paseos, fuimos a montar a caballo (ella había cuidado animales en su infancia en su pueblo natal y fue consuelo de sus preocupaciones y tareas la nobleza de las bestias, galopar a caballo alguna vez entre la sucesión de faenas agrícolas). Celebramos una cena en que le sorprendimos con ostras, queso y vino cuando ella acababa de asar el cordero con que quiso agasajarnos. Gail tenía el don de esa humanidad que no dan letras ni honores, un señorío inexistente en tantos bachilleres, el agradecimiento de una saga, la amistad que no se logra en una vida. Quién sabe, ay, dónde estará su corazón partío .