El paisanaje
Belenes
TENÍA que ser justo en Navidad y ojo a la Nochevieja porque el famoso Plan Ibarretxe ha pasado ya su primera prueba en el parlamento vasco y justo este jueves, día 30, superará casi seguro también la siguiente. Lo van a aprobar. Lejos de patrioterismos y otras bobatas, por estos andurriales la cuestión importaría bien poco -y la yema del otro- si no fuera porque allá se ganan la vida seguramente no menos de cien mil leoneses emigrados, eso como mínimo, que son ciudadanos de segunda sólo por apelligarse Tascón, Ordás, Valcárcel o Quintanilla, a mayores de otro millón, igualmente por lo bajo, que se llaman Pérez o García y que hicieron las maletas desde otras regiones de España. En tiempos el trenillo hullero de vía estrecha llamado pomposamente ahora el Transcantábrico, precisamente cuando ya no sirve para nada, sirvió para unir a las provincias del norte en una simbiosos de intereses que, mejor o peor, funcionaba para bien de todos: la MSP mandaba el carbón y el mineral de hierro a Baracaldo y ellos nos exportaban, a su vez, un presidente de Diputación Provincial, de apellido Eguiagaray, o un Antonio Amilivia para mandar en la Cultural, cuyo estadio lleva aún su nombre y a mucha honra. De hecho, un nieto suyo es todavía alcalde y la gente lo vota a pesar de que por el DNI la familia no sea oriunda ni del Páramo ni de la Sobarriba. Aquí nunca hemos sido descastados, pero allí sí y, a lo peor, ese es el problema. Llaman a los forasteros maquetos o españoles , con tanto desprecio que los nuestros, o por lo menos los hijos, se apuntan acojonados a Batasuna, tal vez razonando aquello de que «cuando vayas a Roma haz como los romanos», si bien errando en lo principal: aquello de Roma nada, es un caserío. La prueba es que parlando el euskera lo más lejos que se puede ir es desde Santurce a Bilbao, en tanto que los de aquí sin saber idiomas, se las apañan perfectamente con el espanglis en Nueva York o en Los Angeles y San Francisco, con tal de tener una visa. El orgullo del idioma y el de la identidad -el de la tarjeta de crédito allá cada cual- debería mover al presidente Zapatero a la defensa de sus paisanos emigrantes en la tierra del bacalao al pil pil, en vez de dejarlos cociéndose allá en la salsa de otros. En El Quijote se lee que no se puede ser más iletrado que un vizcaíno, así como suena, mientras que ahora los que hablan español pasan por apestados en el Guggenheim. Y, hombre, ni una cosa ni la otra. Con el talante que le caracteriza hasta Rodríguez Zapatero le podría contestar al tal Ibarretxe algo así como «no quiero quitarte la razón, pero el tonto de mi pueblo no se pisa el haba». Uno sigue admirando al pueblo vasco, aunque no a sus políticos, por tres razones. La primera por don Pío Baroja, el que escribió que el nacionalismo se curaba viajando y la extrema derecha leyendo. La segunda por don Miguel de Unamuno, según el cual no había nada peor, ya en su época de carlistadas, que «un requeté recién comulgado». Y la tercera por el Atletic y la Real, porque no tienen Ronaldos ni Ronaidinhos y son todos del barrio. Si servidor no se capa la txapela es por ellos. La aprobación inicial del Plan Ibarretxe ha pasado un tanto desapercibida entre la subida del besugo, la paga extra, la lotería, las discusiones con las cuñadas y demás preocupaciones que son propias de la Navidad. Pero a nadie le quepa duda de que dará mucho que hablar en los otros 364 días del año. A falta de argumentos en un mundo que parece abocado al mestizaje y que se esfuerza en abolir mugas, razas y clases, los nacionalismos se arriscan y van a lo suyo. Y los peores son los de parroquia, que meten a Dios en danza, como el dicho Sabino Arana y sus carlistadas en el País Vasco -«Dios, Patria y Rey, decían nuestros padres... etcétera- o como Bin Laden a Alá en su aldea de cabras de La Meca. Los de mi pueblo dirían que son los cuatro enredabailes de siempre y que no merece la pena ni desenfundar la cacha, pero, joder, la guerra que dan. Después de Ibarretxe vendrá Carod-Rovira con Maragall a remolque, pero eso será para otro Nadal, si es que llegamos. Los de PNV quieren una Euskadi independiente con caseríos en España y Francia, a mayores de Navarra y Rioja, y los catalanes aspiran a controlar el Mediterráneo desde el Languedoc hasta Benidorm, pasando por las Pitiusas. ¿Qué va a quedar del primer estado moderno de Europa, que ya se llamaba España en el siglo XV? ¿Hay alguna solución constitucional? Probablemente sólo una, aunque no es fácil que prospere. La que dijo el otro día en misa el cura de Antimio a los de Antimio de Arriba y Antimio de Abajo, quién sabe si aludiendo a la globalización: «Una de dos, o sus poneis todos de acuerdo o se cierra la parroquia».