Cerrar
Publicado por
ANTONIO PAPELL
León

Creado:

Actualizado:

TRANSCURRIDO UN año del pacto del Tinell, que dio lugar a la formación del gobierno tripartito que se hizo cargo de la Generalitat, el balance es ambiguo y, en algunos aspectos, desconcertante. La coalición que puso fin a los 23 años de hegemonía de CiU, una proeza posible gracias a la excepcional personalidad de Jordi Pujol (quien ya no se presentó a las últimas elecciones), había de escenificar, lógicamente, la primera alternancia política en Cataluña. Pero, según acaba de verse, el «cambio» no ha supuesto el descabalgamiento del nacionalismo que ha dirigido los destinos del Principado durante más de dos décadas sino su sustitución por otro distinto. De hecho, los recién llegados al poder catalán se han apresurado a reclamar lo que Pujol ni siquiera llegó a plantear durante su largo mandato: la reforma del marco institucional, del Estatuto de Autonomía, para conseguir mayores cotas de autogobierno. Es cierto que los fundamentos ideológicos teóricos han variado. El nuevo presidente catalán, Pasqual Maragall, alardea de haber sustituido el clásico victimismo de su antecesor, teñido de utópico soberanismo, que le servía para obtener dádivas de Madrid, por la fórmula de una mayor implicación de Cataluña en la «España plural». Pero, en la práctica, a los ojos del resto del Estado, tal diferencia apenas se aprecia. Quizá porque las lindes entre el catalanismo político, que impregna a todas las fuerzas políticas catalanas -también el PP quiere ahora abrazarlo-, y el simple nacionalismo sean demasiado difusas. La llegada del PSC-PSOE, con Maragall al frente, al poder catalán, apoyado en Esquerra Republicana y en Iniciativa per Catalunya, ha confirmado, en fin, que el proceso político catalán no se fundamenta en la dicotomía nacionalismo-no nacionalismo sino en un muy difuso binomio derecha-izquierda (el engrudo que vincula a las tres fuerzas del «tripartito» es, en teoría, la ideología progresista). En consecuencia, no cabe esperar que mengüe la presión reivindicativa de esta comunidad autónoma sobre el resto del Estado aunque en las sucesivas elecciones cambie la titularidad del poder. Así las cosas, parece que debería resultar tranquilizador el hecho de que sea la fracción catalana del PSOE la que encabece la reforma estatutaria, ya que cabe esperar que esta fuerza política, uno de los dos pilares del sistema parlamentario español, tenga en cuenta los intereses generales del Estado y los límites que marca la Constitución. Pero tampoco existe claridad en estos planteamientos: la insistencia de Maragall en que el nuevo Estatuto de Autonomía requerirá reformas constitucionales (distintas de las ya previstas, de la reforma del Senado entre ellas), en tanto Rodríguez Zapatero mantiene que la reforma de la Carta Magna será limitada y se ajustará a lo ya desarrollado en el programa electoral socialista, mantiene viva una inquietante ambigüedad que no cesará hasta que los hechos confirmen una dirección determinada. En todo caso, es evidente la perplejidad, que se desliza hacia la indignación en algún caso, de sectores relevantes del socialismo español que no acaban de entender los ímpetus catalanistas de Maragall, que a veces están demasiado cerca de la vehemencia nacionalista. Al margen de la cuestión identitaria, que absorbe la mayor parte de las energías, el Gobierno catalán está prácticamente inédito en todo lo demás. Superadas, en apariencia, las crisis desencadenadas por los sucesivos errores del líder de Esquerra, Carod-Rovira, la gobernación ordinaria de la Generalitat está llena de incumplimientos y apenas registra algunos tímidos logros en materias sensibles para la izquierda (educación, urbanismo, rigor presupuestario, transparencia ). Es probable, en todo caso, que una vez orientada la legislatura y estabilizado el gobierno, la Generalitat adquiera a partir de ahora una mayor velocidad de crucero que le permita cumplimentar los programas anunciados.