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CRÉMER CONTRA CRÉMER

Reducción de contaminantes

Publicado por
VICTORIANO CRÉMER
León

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LO PRIMERO que me enseñaron así que llegué a esta nuestra tierra, tan histórica y fecunda, fue que el carbón era negro. Y que los mineros, que eran los seres humanos de la dramaturgia laboral encargados de arrancarlo del fondo de la tierra, eran seres generosos y valientes. Luego, los múltiples oficios y aventuras a las que todo ser humano, por humilde que sea, está amenazado a lo largo y a lo hondo de la vida, me pusieran en contacto con los elementos principales de la magnífica comunidad de hombres del carbón. («Estos son los carboneros/ estos son los del carbón/ de la mina de amor, madre/ de la mina del amor», dice la oscura y dolorida canción). Y de los Valle y los Díez, a los cuales me sentí vinculado, comprendí muchos de los problemas que desde tiempos ya muy lejanos, desde que el hombre descubrió que en las entrañas de la tierra existían filones de vida. O sea que soy un técnico sentimental de la mina y de los mineros y que allí donde me llevaran mis viajes o mis tumbos sociales siempre tuve como ejemplo de vida solidaria la presencia y existencia del Minero. Y cuando ahora, por una de esas vueltas y revueltas que la vida moderna y tecnócrata impone se estudia la forma de modificar las estructuras de la atmósfera y el contenido de la vida humana, resulta que se descubre o se intenta descubrir que el carbón es inútil, y que más bien constituye un producto tan contaminante que los Estados, ya en manos de otros clanes explotadores de las riquezas profundas de la tierra y de las explotaciones a cielo abierto, están dispuestos a suprimir de sus programas. No entro, por ignorancia, en las razones o sinrazones que pueden mover estas alternativas, de las cuales se duelen y con razón miles de gentes de estas tierras nuestras, las cuales acabarán «con la camisa rota», sin puesto de trabajo y sin lumbres. Temen los hombres verdaderamente responsables de que los futuros recortes de las emisiones acaben de complicar la delicada situación, la agónica situación de la que se duele el sector. Y como nadie parece saber de quién o de qué depende que esta amenaza no se produzca, apelan a los políticos, como si ellos fueran ajenos a la manipulación agiotista de los unos y de los otros; o se disponen a recurrir a las manifestaciones, a los encierros, a las protestas de las bravas mujeres pendientes de la puta mina. Si no se tratara de una nueva discusión en balde aunque con rabía me atrevería a preguntar: ¿Sirve de algo que nos echemos a la calle? ¿Se sacó algo positivo de aquella Gran Marcha de León a Madrid cuando ya se comenzaban a conocer los resultados de la política del carbón? ¿Se movieron las conciencias por el encierro en el fondo de la mina de los mineros con el alma al cuello? Me admiran los esfuerzos de mis compañeros de página cuando les veo con qué apasionamiento, con qué sentimiento, con qué tenacidad humana insisten en la defensa del carbón. Que no tan solo, parecen decirme, es una cuestión de planificación, sino de sentido de responsabilidad de aquellos que manejan los resortes del poder, y esconden sus cálculos políticos y sus personales extravíos doctrinales contemplando ¡ay! como se le viene la muerte al carbón tan callando.