CORNADA DE LOBO
Hostias santas
UN CALENTÓN desafora las razones. De la sinrazón al guantazo hay nada. De la torta al tiro cabe un pelo de calvo. Y por el pelo de un calvo se mataron. Sobreactúan, dice Peridis resumiendo en su tira este charco alborotado de sapos en el desayuno y culebras que llevan hacha y caperuza de verduguillo. Tortas, muertos y hostias, dice Umbral dibujando el trinomio vasco de la sangre hervida en un magistral artículo. Y ahora comparecen los obispos en la trinchera del disparate; casi todos por aquí y unos cuantos por allá, Uriarte a la cabeza y revistiendo su hisopo con el kaiku de un gudari, de manera que la torta bendita que se repartía antes a la salida de misa entre el pueblo feligrés se convierte así en hostia santa, hostia limpia, hostia fraterna con jaculatoria y recámara. Esos obispos predican la territorialidad privada y riegan unas fronteras con bendita agua de peruco para que crezca allí otro muro de vergüenzas; y lo hacen desde su doctrina católica, aunque católico signifique universal, la universalidad, de manera que lo suyo es cagarse en el catecismo. El reino de un cristiano no anda por aquí cerca, que se sepa, no es de este mundo, así que Uriarte sería como aquel curángano del chiste que a punto de morirse es consolado por un arcediano que le anima diciéndole que va a ir a la casa de Dios; y el cura le replica, ya, pero como la casina de uno..., como el caserío terrenal... Siempre hay en este país algún prelado con ganas de bendecir lo imbendecible, los tanques de Franco, como hacía el cardenal Segura, o de santificar las pistolas de un abertzalismo militarizado de raza y consigna, pistolón que un fraile trabucaire puede llevar al cinto como san Pedro su espada. El caso es que haya hostias. Lo saben bien los obispos porque ya lo dijo Unamuno, que era obispo de las dudas atormentadas: «No hay cosa más peligrosa que un requeté recién comulgado». Pues que comulguen todos, dicen, y que Dios os coja comulgados en ese inevitable choque de trenes. Imaz o Ibarreche no dejan de hablar de esos trenes lanzados como quien habla y se sube al de los hermanos Marx en el que un tonto de gafa y bigotes, un mudo con una bocina que dispara trilita o estampidas y un tercero con tiara por sombrero que toca el arpa de los querubines no dejan de gritar ¡más madera!... ¡es la guerra!... Yo os bendigo, dijo Uriarte.