Diario de León

EL AULLIDO

El acordeonista de la Rúa

Publicado por
LUIS ARTIGUE
León

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ESE MODO itinerante y sonoro de soñar, esa delicia, esa banda sonora repentina despertando transeúntes... León se está llenando de virtuosos intérpretes callejeros que no piden permiso sino algunas monedas para que su música pueda continuar adornando el trayecto, la calle, el día a día. ¿La belleza inesperada nos sobrecoge aún más? Mientras, los periódicos anuncian que se vuelve a abrir un plazo para que los inmigrantes que han venido como caracoles con su casa a cuestas puedan conseguir papeles, presente, futuro. La gente es gente en todas partes y, como probablemente haríamos nosotros en su situación, van en busca de un poco de dinero que llevarse a la boca porque hay hambre. Y acuden allí donde hacen falta, sí, donde hay empleos que realizar, trabajos que quienes no pasamos hambre ya no queremos ni mirar. Vienen porque la desesperación y la injusticia les trae, claro. Sin embargo este país lleva en la sangre cierto atávico miedo al otro y a lo otro y así ahora, temerosos de la inmigración, nos resistimos. Por eso músicos callejeros como ese acordeonista ucraniano de tristeza cirílica bien pudieran entenderse como una metáfora de lo bueno foráneo, flores en el barro, del talento asfixiado que hay, también, entre esos inmigrantes que vienen en busca de vida de verdad. Los músicos callejeros virtuosos, como tratados de interculturalidad, embellecen este mestizo país al tiempo que espolean indirectamente también nuestra conciencia ciudadana. ¿El reparto económico es injusto? ¡Yo no tengo la culpa! ¡Qué bien toca! Unas monedas a cambio por justicia, no por caridad. Hay un acordeonista en cada calle sin salida de este mundo, porque los que constituyen la elite cultural de otros países en éste parecen mendigos. Acaso occidente no entienda bien el sentido profundo de la música folklórica: elogio de la convivencia, de la diversidad. Resulta pues curioso saber que el acordeonista de la Calle la Rúa no habla bien español aunque sí inglés, y dejó un amor sencillo en su ciudad natal pero se vino empujado por su orgullo porque creía que allí no le valoraban suficientemente. Llegó con lo puesto pues, hace ocho meses y ahora tiene la chaqueta deshilachada, cosida a indignidades, y toca como quien desgrana sueños. Oh, música caucásica, teutónica, cosaca. ¿Exótico significa más lejos o más hondo? La música remite al más allá. A veces creo que el acordeonista de la Calle la Rúa trata de decirle bellamente a la ciudad que ha sido el mestizaje cultural lo que ha hecho avanzar a las civilizaciones y a la Historia. El mestizaje, ese diálogo humano y creativo, nos ha traído hasta aquí. Por eso parece conveniente recordar, ahora que los flujos migratorios corren naturalmente como una manada de antílopes, que los grandes desastres recientes en los Balcanes, Oriente Medio, Irak, Nueva York, y Madrid tienen mucho que ver con la intolerancia cultural y con la intransigencia. La calle. La música. Toca un acordeonista para que nos preguntemos si la Historia gira sobre su eje igual que el mundo y la política, sí. Iluminando la identidad colectiva toca este fabulador sonoro mirando, al tiempo, nuestro intenso cielo gótico que no se parece al mar. Una moneda. Otra. La música azul; diáfana. Los acordes desterrados soñando con antiguas elegancias. Desconcierto. Contradicción. Ventana musical abierta a Europa de esta ciudad concreta de pequeño mirar. El corazón trotamundos del acordeonista es un libro de Historia ahora que pocos leen; ahora que pocos escuchan la música sinfónica de la intemperie; ahora que la indiferencia pequeñoburguesa de la que hablaba en sus poemas Vázquez Montalbán vuelve invisibles en la ciudad y el mundo a las excepciones, a estos personajes, a estas notas a pie de página de la sociología occidental. Por unas monedas la ciudad se ilumina con música escrita en otro pueblo, sí, y de pronto dan ganas de citar en voz alta a Jorge Reichmann: «Desear que siga existiendo el mundo para que siga existiendo toda la belleza del mundo es una ingenuidad a la que no renunciamos». Amén.

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