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Publicado por
FRANCISCO SOSA WAGNER
León

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ALGUIEN PODRÍA pensar que lo de los ángeles era unnombre para la escena. No, la soprano se llamaba en realidad Victoria de los Ángeles porque, desde que nació, estaba predestinada a tener intimidad con esos seres seráficos que andan por el cielo repartiendo bondades o guardándonos de los peligros que nos acechan. Es claro que no todo el mundo puede blasonar de tratar con los querubines o con los tronos, los más estamos condenados a entendernos con el señor que vende el pan o con el otorrinolaringólogo. Pero hay privilegiados que se tratan de tú con la espiritualidad alada que los ángeles representan. Fuera de estos casos excepcionales, aquí de ángeles el que más entendió fue Blas de Otero que escribió lo del Ángel «fieramente humano» aunque quien los estudió con mayor entrega fue Álvaro Cunqueiro que una vez le confesó a Umbral que no podía acabar su libro sobre los ángeles porque había uno imprescindible que no se le acababa de aparecer. Y es que lo bueno que tienen los ángeles es justamente eso: que se «aparecen» sin avisar y siempre son bien recibidos. Adviértase la diferencia con cualquier otro ser que de pronto vemos entrar en nuestra casa, por las buenas, sin haber llamado previamente por teléfono, se convendrá conmigo que, cuando menos, nos produce un contratiempo. No así con el ángel: llega a la hora más sagrada, un decir, la de la siesta, y le pedimos que nos acompañe a la cama y lo hace gustoso y nos arropa y nos susurra alguna melodía celestial. Si ese ángel es Victoria nos entona el aria Ieri son salita tutta in secreto de Madame Butterfly y entonces la siesta se convierte en gracia divina, un don de la generosa Providencia. Y soñamos precisamente con los ángeles. Algunos pintores se empeñaron en pintar el ángel exterminador o el de fuego o, lo que es más chocante, a los ángeles como niños. Murillo es un ejemplo, la mayoría de ellos gordinflones, con carrillos abultados en forma de globos de chicle y celulitis en sus tiernos muslos, como consumidores irrecuperables de bollicaos, pero los ángeles no tienen que ser inevitablemente niños. Pueden ser sopranos. Sopranos que se llamen Victoria. Y al invocar este nombre llegamos al otro componente de esta mujer que indigna un poco pues pensamos que abusa: además de apropiarse de la condición angélica, se lleva la palma de la victoria y esto ya es insoportable para un humano. Debió ser más comedida y no atribuirse ambos trofeos porque todo tiene sus límites. Aunque ella, sabedora de su irrupción demasiado engallada en los corredores y las estancias del mundo, se buscó un apellido para rebajar un poco la ambición y seleccionó el de López intentando dar con ello una suprema prueba de humildad. Ahora dicen los periódicos que esta mujer, la soprano Victoria de los Ángeles, ha muerto. En general creo poco lo que cuentan los periódicos (excepto en aquellos en los que escribo, para mí dogmas de fe) pero en este caso mi desconfianza es absoluta. No creo que esta noticia sea verdad. Cuando murió Blasco Ibañez, le preguntaron a Valle-Inclán si se había enterado de la desaparición del escritor valenciano, a lo que don Ramón contestó: no ha muerto, es propaganda que él se hace. Me parece que esta burla, propia del desparpajo gallego, no puede aplicarse a este caso. Simplemente ocurre que quien ha difundido esta noticia es un profano en achaques de teología e ignora sencillamente que los ángeles buenos -los malos fueron directamente al Infierno y allí siguen calentitos pero con un cabreo de todos los diablos- fueron confirmados en la gracia en cuyo estado de celestial favor viven impecables y eternos. Si es así, y de esta forma lo explican los mejores teólogos, ¿a qué viene alarmar diciendo que Victoria de los Ángeles ha muerto? Este ángel tomó forma de señora algunas veces, cuando entraba en un hotel o subía en avión, por puro recato, pero, cuando era verdaderamente ella, solo aparecía en el trono del escenario, sin cuerpo, con el solo apoyo inconsútil de la voz. Y el Cielo se achicaba y callaba.