El paisanaje
Un pulpo en un garaje
EL OTRO día hubo una manifestación en Madrid para protestar contra las negociaciones del Gobierno con ETA y a poco más le parten la cara al ministro Bono, lo cual ha dado mucho que hablar durante toda la semana. No es que fueran a buscarle a casa, sino que el mismo Bono, que pasaba por allí, se metió sólo en la boca del lobo sumándose a la movida para hacerse una foto a lo Angel Cristo, que también se anunciaba metiendo la cabeza entre las fauces de los leones. En este caso el ministro no contaba con los orangutanes. El país parece un circo. De siempre creyó uno que el derecho de manifestación era lo más parecido al del pataleo de los pobres en las desgracias que a menudo depara la vida: subida de impuestos, del paro, del ruido en el Barrio Húmedo, de la falta de camas en los pospitales, de las pobrinas pensiones de jubilación, etcétera. En estos casos lo justo o, por lo menos, lo prudente es dejar que la gente tome la calle por un par de horas para soltar la mala leche y vuelva luego a casa después de explayarse como quien viene de decirle cuatro cosas al árbitro cada vez que pierde la Cultural. Los gobiernos suelen proteger con cuidado exquisito este tipo de celebraciones a sabiendas de que la ciudadanía se desfoga, ellos seguirán haciendo después lo que les dé la gana y la Cultural no va a ascender. La prueba de que no sirven para nada son las manifestaciones del 1 de Mayo, que van a cumplir cien años mientras a los pobres del mundo se les va la vida en pateras intentanto salir del hambre para ahogarse en la más absoluta miseria, como diría Groucho Marx en blanco y negro. Dejando sentado que el lance de Bono y de los simios que intentaron agredirle es repudiable a todas luces, hay que observar en justicia que el ministro tampoco tiene dos dedos de frente, aunque a él se lo parezca cuando se afeita frente al espejo por las mañanas. ¿A quién se le ocurre protestar contra el Gobierno siendo ministro? A pesar de la calva, se le vio el plumero. ¿Se imagina alguien a un alcalde echando pestes por las esquinas contra la subida de la contribución? ¿O al señor obispo predicando en un semáforo contra los ingentes atascos que provocan las procesiones de la Semana Santa? ¿Acaso algún presidente de Caja España o de la patronal de construcción se han echado a las barricadas para denunciar la multiplicación del precio de los pisos, que para ellos es como la de los panes y los peces?. Tal vez el manchego Bono viva en un mundo al revés, lo que comúnmente se conoce como esquizofrenia. Si es ministro, lo que tiene que hacer es resolver los problemas de los manifestantes y, si no puede, dispersarlos, como hacía Franco. Lo demás es jugar al corro de la patata con los guardias y con los que se supone que deben correr delante de ellos cuando la gente está cabreada. En cuanto a los problemas de las víctimas del terrorismo de ETA a un servidor, como vive en el pueblo si bien siga teniendo parientes allá, lo más que se le ocurren son unas pocas ideas, aunque todas claras. Primera, a quien que le matan un padre, un hijo, un marido o los tres a la vez le arruinan la vida en todos los sentidos (el del alma y el de la supervivencia económica en el futuro con pensiones de miseria que al día siguiente no son lo de menos). Segunda, en estas circustancias cualquiera se arruga sin necesidad de que, encima, los matones nacionalistas del barrio se cachondeen del muerto y de la viuda en el entierro. Y, tercera, esto se arreglaba a la larga con unas indemnizaciones del Estado, si no acordes con la pérdida de lo que uno más quiere, que nunca tiene precio, sí lo bastante para que nuestra gente allá le perdiera el miedo al miedo de cómo pueden acabar sus familias si le plantan cara al matón. Respecto al acoso post morten de la banda terrorista algunos pensamos también que más de una víctima gastaría gustosamente el dinero sobrante en contratar a la mafia marsellesa a modo de aviso para tanto chulo de pueblo y caserío, como ya lo hiciera en su día, allá por los años setenta, el empresario vasco Olarra. Para los que no guarden memoria el tal Olarra vino a decir, a pecho descubierto y a riesgo de que lo empapelara el fiscal, más o menos lo siguiente: «a mí y a los míos podrán apiolarnos, pero ya tengo dejado en el testamento equis millones a los de Marsella para que, si tal sucediera, les den también matarile a esos cabrones y a toda su tribu». Y la cosa debió funcionar, porque de Olarra nunca más se supo, o sea que, si no está vivo, murió en la cama, como él quería. Algo parecido se intentó en los ochenta cuando el Gal de Felipe González, Vera, Barrionuevo, Roldán y compañía. Si el plan falló fue porque se quedaron ellos con el dinero. No hay que echarle las culpas a la mafia.