Diario de León

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A LOS TOROS se les da burla de hierro y sufrimiento gratuíto; o artístico, según opiniones. Almas sensibles claman por prohibir la lidia. La sensibilidad de este tiempo se atraganta con la violencia sobre animales, la explotación de criaturas, visones desollados... Hay pena enorme al ver bichos en laboratorios, circos, granjas o jaulas (en peceras, no; el sufrimiento de los peces importa nada a los redentores del victimario natural; curioso). En el sufrir natural nos conmovemos sólo con lo que tiene ojos, sobre todo si es osito huérfano. Si nos mira un bicho moribundo nos traspasa porque le suponemos un dolor parecido al nuestro o al de la abuela en la uvi. No sé en qué exacto grado padecen los animales el dolor, pero lo sufren. El dolor y la muerte son iguales en todo bicho viviente (lo descubrió el hinduísmo hace milenios). Los árboles, también. Aquí quería llegar. ¿Quién se atreve a decir que las plantas no sufren? Sus células y tejidos, su química y sus sistemas de defensa acusan lesiones, golpes, la herida del hacha... o el crimen de los dientes. Una lechuga está enteramente viva cuando la trituran las muelas y a ese pobre bicho vegetal nadie le aturdió ni sedó sacrificándole piadosamente antes de engullirlo. Y se produce una hecatombe en toda la geometría celular de la pobre planta; esa lechuga grita, aunque no la oigamos, se desgañita, sus alertas químicas se disparan en desesperación, se vuelven locas y, antes de morir ignominiosamente, llega al estómago donde le espera una ducha abrasiva de ácidos gástricos que son estocada y descabello (antes, en la ensaladera, la lechuga disfrutó del ácido del vinagre como si fueran banderillas, recibió tres puyazos de aceitorra que le resbala como sangre por el lomo tapándole todos sus poros de respirar en hoja viva y lozana, mientras sonaba la música estridente de esa tele siempre encendida cuando comemos; es el pasodoble de esta gran corrida vegetariana. El vegano tonto y el converso salen triunfadores del redondel del plato y después, como sanpablosromeros, nos echan filípicas tremendas a los que comemos carne y nos sabe a gloria. Que se anden con ojo. Las plantas no sólo sienten; hablan. Cuando un árbol muere de forma vil, grita de espanto y al exhalar la última gota de sabia clava en el cielo una maldición: ¡detrás de mí, el desierto!...

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