CRÉMER CONTRA CRÉMER
Un infierno llamado Auschwitz
HACE SESENTA AÑOS, en un lugar de Polonia, de cuyo recuerdo conviene acordarse, las tropas de la Unión Soviética, lideraban a los agónicos supervivientes de un campo de exterminio abierto por aquella Alemania de la cruz esvástica, de la exaltación de la raza aria y de la megalomanía de un cabo del ejército, metido a redentor del mundo. Para ello, no se le ocurrió sistema más seguro y barato que matar a todos aquellos que según su mesiánica doctrina, constituían un obstáculo para el triunfo de un mundo racional, libre de judíos, de gitanos, de homosexuales y de disminuidos. Total, el medio mundo que siempre estorba a los tiranicidas. En recintos para la muerte, se cercaron y se sometieron a pruebas miserables, disfrazadas bajo el velo sangriento de pruebas para la purificación de la raza humana, millones de seres. Fueron transportados en trenes cargados de terror. Y al final les atribuyeron a los apresados como alimañas, cámaras de gas para la culminación de su terror. Cerca de dos millones de seres humanos, entre los que se contaban más de doscientos mil niños, fueron sacrificados. Cuando las tropas soviéticas derribaron los muros y rompieron los hierros, como en una procesión de fantasmas, escaparon los que tenían fuerzas para mantenerse en pie. Y el mundo se horrorizó. Porque resultaba, según los datos que aportaban los ahora vencedores del monstruo, que ignoraban tanta atrocidad, manejada por la Alemania inventada. ¿Cómo había sido posible -se preguntaban los vencedores- que esto hubiera ocurrido? ¿Quién lo sabía y lo ocultaba para escarnio de la raza humana? Y a los visitantes de la gran muestra de la infamia, les aseguraban, poniendo a todos los dioses por testigos, que de tan horrible comportamiento no se sabía nada en concreto. Se hablaba, se murmuraba, se repetía en tonos los idiomas que aquello no podía haber ocurrido, que todo era una malévola propaganda en contra de aquellos salvadores del mundo. Nadie sabía nada. Nadie había visto nada. Nadie se prestaba a ver la sucia y tenebrosa verdad. Y sin embargo era cierto. En el mundo conquistado por los feroces ulanos, los apresados, los cazados, morían gaseados o acribillados o sometidos a pruebas científicas. Yo estuve en Auschwitz. Quiero decir que me fue dado, en un viaje realizado a Polonia, visitar el campo. Y obtuve licencia para contemplar la inmensa máquina de matar inventada. Y no pude evitar la náusea, ni las lágrimas, ni la memoria de tantos campos de concentración como se habían abierto en el mundo, donde habían sido ejecutados, de mala manera, millones de seres humanos que no habían cometido más delito que resistirse a admitir la legalidad de las matanzas. Han transcurrido sesenta años desde aquella fecha de la liberación de los agónicos supervivientes de Auschwitz. Y es llegado el momento de meditar sobre la condición humana. Porque, cuando encendemos las velas del recuerdo y del homenaje a los sacrificios por la felonía y las malas artes del perjuro Sinón, siguen abriéndose capos en los cuales se encierra a millares, tal vez millones de seres humanos, por la misma culpa de haber mantenido ideas, formas, sistemas de vida análogas a las que llevaron a millones de víctimas al campo de Auschwitz.