Diario de León

CRÉMER CONTRA CRÉMER

Los otros niños de la guerra

Publicado por
VICTORIANO CRÉMER
León

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QUE CONSTE -me dice mirándome fijamente como si yo fuera uno de los culpables de sus maleficios- que conste que no me gusta hablar de estas tragedias. Y cuando me vinieron los amigos a informarme de que el Gobierno de los de ahora había establecido un premio especial de no menos de un millón de pesetas para cada uno de los niños de guerra o de las víctimas de aquella barbaridad que hicimos los españoles, dije que se metieran los dineros por donde les pareciera bien, que, como decía un clásico, «En mis hambres mando yo». Ahora me encuentro todavía con una especie de fiebre nacional, lanzada a exprimir todos los amargos jugos de aquella guerra, escarbando en la tierra en busca de huesos familiares y registrando cuevas y cunetas por si en ellas todavía misericordiosamente se hubieran conservado, en un alarde de gracia milagrosa, los cuerpos de aquellos que nos fueron arrebatados a la fuerza y otros («los llamados niños de la guerra») resucitados al cabo de setenta años de sus cenizas, de los recuerdos. Y a mí no me da la gana que revuelvan mis intimidades. Cuando en aquella noche aciaga llamaron a la puerta, con golpes feroces, para llevarme al hijo «a declarar» a la Diputación Provincial que es donde el Comandante de la guardia tenía su base principal, corrí detrás del coche negro que le llevaba. Y contemplé cómo le empujaban con ferocidad absolutamente inútil hacia el interior del Palacio de los Guzmanes sin que a mí me permitieran seguirle. ¿Y ahora quieren que vuelva a recordar el episodio? ¡Dejad que los muertos entierren a los muertos, a su memoria y que los dioses no permitan que episodios como estos de los niños de la guerra se repitan. Ni aquí, ni en ningún otro lugar del mundo! Porque no quiero recordar aquella Pasión: Pegada yo a la puerta de la prisión, toda la noche, hasta que bien de mañana y viendo que no me movía de aquel lugar preguntando por mi hijo, uno de los guardias de puerta comprensivamente se acercó a mí para explicarme: «No espere a nadie. Porque aquí no queda nadie retenido... Salieron conducidos a San Marcos». Y corrí a San Marcos y nadie sabía qué había sido de aquel muchacho que me habían arrancado del regazo, como aquel que dice. ¿Y quiere que ahora me una a todas las madres que se quedaron sin hijos, de todas las esposas que enviudaron? No. Aquí me quedo. Y que sea lo que Dios quiera, que dirían los pervertidos. Y allí, sola, seca de llorar, quedé y han pasado todos los años que tenían que suceder. Y van muriendo todos los tremendos hombres del coche negro. Y aquí estoy muriéndome yo misma. Y no quiero que nadie me empuje a remover conciencias, ni a regar con sangre los recuerdos. ¡Dejad que los niños de la guerra mueran definitivamente en su paz y que las madres sin hijos acaben secándose a su sombra. Bien sea y bueno es que los Gobiernos sucesivos reconozcan la atrocidad y muestren voluntad de arrepentimiento, pero a mí me parece, dicho sea con todo el dolor de mi corazón que reclamar papeles, remover pleitos, volver «a las andadas» que decían los antiguos, no nos puede llevar sino a renovar el dolor, a sangrar de nuevo. El mejor testimonio de amor que se le puede dar a un ser querido muerto y sepultado o perdido en la niebla, es mantenerle dentro, todavía vivo.

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