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NUNCA tuve una tristeza que una hora de lectura no haya conseguido disipar. Cierto. Lo decía monsié Monsquié, que así llamaba mi profesor de Derecho Político a Montesquieu esforzándose en agravar la é para demostrar dominio en la lengua de Moliere, por si arrojaba dudas su cerquillo de boina en calva blanca sobre un rostro renegrido tras sus vacaciones en La Vecilla. Guardo entrañable memoria de don Siro, pero no le recuerdo esta cita, citando tanto como citaba a Montesquieu. La leí anteayer en almanaque y es lo que viene al caso, la tristeza y los libros. Ahora sé por qué a Monstesquieu ninguna tristeza le duró más de una hora y a mí me duran años. Pero es verdad: un libro, un leer algo, manda a la mente con cántaro a beber en fuente lejana y si no se arregla así la pena, al menos la distrae y el pensamiento vaga esperando hallar en cuneta de imprenta consejo o consuelo, o sea, pomada. Recuerdo de adolescente practicar un rito casi mágico en los pozos profundos de tristeza típicos de esta edad propensa a una melancolía existencial que no respeta ni el «prohibido suidarse en primavera». Si estábamos deprimidos por desamores o tiranía, tomábamos dos libros -la Biblia y «Las mil mejores poesías de la lengua castellana»- según fuera la índole de nuestras penas cosa del corazón o abuso de autoridad, en cuyo caso el texto sagrado da mucho juego. Tomábamos el libro cerrado y con una estampa o marcapáginas (punto de lectura, dicho en pijo) se metía al azar en el lomo del paginario esperando encontrar allí la respuesta exacta al castigo injusto, a la arbitrariedad o a la humillación. Y así era. Algo había en aquella página que nos parecía escrito precisamente para nosotros y nuestra situación (al efecto sobran allí profetas, salmos, bendiciones, guerras santas, adulterios y maldiciones). Si nuestra tristeza era de afectos, libro de poesía al canto. Funciona. Al menos, un rato, mientras te levantas a por el tocho, la metes y averiguas. Yo hacía trampa y metía la estampa hasta tres y cinco veces esperando respuestas más concretas. Aprendí a leer a salto de mata. Más adelante, con otras tristezas o más gordas, quise ver si rulaba el invento con la obra completa de Schopenhauer y una antología de Alberti. Me acojonó el resultado. Desde entonces, cuando tengo una tristeza, la llevo a moler adentro cantándome una canción.