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EFRÉN Suárez Rodenos, pajarero de mente, garduño en tratos y raposo en distancias largas, murió hace tres días y dejó escrita en ninguna parte una trayectoria de sueños tercos digna de un epitafio en verso. Salvo de puta en Estambul, hizo de todo en la vida y en las tres patrias que tuvo. Nos dijo un día que se largaba a Australia. ¿Vuelves a la mercante? No, me apunté a patrullar playas para matar tiburones. No jodas, no puede ser. Te lo juro, una pasta. Le duró el chollo, si fue cierto, menos de un año. Le vimos de vuelta al verano siguiente y ya se clavó aquí otra temporada chuleando familia, gente de burguesía rancia y generosa con los calaveras del clan porque la sangre es para ellos deuda perpetua; y más con Efrén, que era calavera adorable, aventurero, instruído y seductor, un charlatán pispo y domador de corales. Le gustó de joven perderse por el Pacífico y cuando volvía a su tierra leonesa traía hechos los deberes de los sueños. Aquí quiso plantar uno y casi arruina a su hermano con aquellos invernaderos en Cistierna, ya ves, y un proyecto de hotel-casino rural en Sabero, qué vista. Efrén soñaba más de la cuenta porque el sol tropical es así de cebollón, pero no contaba con estas heladas que son negras y escarchan el alma. Pero volvía a las andadas, o sea, a las soñadas. Por ahí, en Santo Domingo y México, tuvo restaurantes y no le fue nada mal, así que pudo pagarse su primer divorcio y otros dos, qué valiente. Pero administraba mal flujos y fortuna porque no dejaba de soñar; montó una importadora de pirotecnia china, una academia de informática y una editorial que casi le vuelve a arruinar. Con eso y algunos barriles de ron se le barrenó el hígado. Cincuenta y tres no es edad para morir, aunque deje un restaurante boyante en Madrid, cuatro hijos estudiados o colocados, tres casas y tres expaisanas pensionadas de madre fulana (jamás dijo de puta madre). Efrén conocía el alcance de su mal, me contó su última mujer, y le pudo la melancolía, se encerraba con su vieja guitarra, ¿dónde se han ido todas las flores?, si vienes a San Francisco cuídate de traerlas prendidas en el pelo. Murió deprisa. Sólo dos hijos asistieron a su entierro que fue corto en cortejo y duelo porque exigió ninguna flor, brevedad en el trámite y poca lágrima. Fue un último gesto de elegancia, porque así muere un soñador resignado.

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