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SANGRAN como marranos en banquillo y, aunque es ritual y procesión, no es broma esa sangre. Este es el mes de Moharram, el primero del calendario islámico, y durante diez días se celebran en toda la órbita mahometana exibiciones penitenciales que desuellan la espalda, acuchillan las cabezas y gangrenan la mirada. Se ven adultos, viejos, alguna mujer últimamente y hasta niños en brazos llorando sangre por la frente o la reversa. Impresiona. Hacen bolas de cera con cristales rotos que atan a las siete colas de su azote y con ellas trillan su piel con mordiscos de culebra. Parece que compiten entre ellos por ver quién empapa más sus calzones echándole furia penitente al latigazo. Conmemoran el martirio del nieto de Mahoma, el imán Hussain o Hossein, su san José. Los disciplinantes llevan túnicas ceremoniales, hacen ostentación de su fe por calles o plazas y son el precedente claro del nazareno ibérico que les copió el rito y la disciplina (también el rosario es cosa mahometana que a su vez copiaron de los hindúes), aunque ya son pura anécdota o costumbrismo de cuché los que desfilan en la Pasión española azotándose el lomo, empalándose o pisando broza de la calle y chicles con los pies descalzos. Todos estos días las fotos de agencia abruman con instantáneas borrachas de sangre en Cachemira, Siria, Libia o Yemen. Iba siendo costumbre en decadencia, pero cuando una fe o una religión se radicalizan, se regeneran sus signos hasta el paroxismo, se regresa a la exaltación. Vuelve la moda de la sangre que mana del cráneo herido, inunda los párpados, resbala por la mejilla y se cuela por la comisura de la boca para destetarles a la mística de la muerte. Parecerá salvaje la costumbre, que lo es, pero lo mismo que el Corán no prohibe el cerdo porque sí, sino por impedir el imperio de la triquinosis y su mortandad, el acuchillarse la espalda o el tarro tiene también la propiedad medicinal de la sangría, la depuración regenerativa de la sangre. Con sangrías resolvía nuestra medicina casi todo hasta hace dos siglos. Los dioses, desde que son dioses, piden muerte y sólo así abren sus pórticos de gloria. Sangrarse es un simulacro de suicidio que desemboca en inmolación y por eso los kamikazes entran al cielo sin pasar por portería. Son mártires que subimos al altar y al homenaje.