CRÉMER CONTRA CRÉMER
La milagrosa tenacidad del Papa
TAMBIÉN LOS PAPAS MUEREN. El Santo Padre de Roma, Juan Pablo, se agota, se apaga, como una llama, como un velón de pabilo trémulo. Este santo hombre, polaco, dado a todos los deportes, a todas las culturas y a todos los escarceos de la política que mandan hacer los hombres, suena a lejano, ya como voz que se pierde en el desierto. Lleva con la carga santa de la cristiandad católica y apostólica más de ochenta años, cada uno de los cuales registra una peripecia de difícil solución. Guerras, disensiones, idolatrías, impíos abandonos componen la biografía de este enorme personaje de nuestro tiempo, al cual cabe atribuirle aciertos y errores, porque un Papa, aún siendo considerado como el embajador de Dios, también titubea y pierde las señales y es envuelto en las miserias del mundo, que también es su mundo. Decir que el Santo Padre de Roma no es de este mundo, es una herejía, porque es de suponer, es de esperar que, aparte la sacralización de su menester, nunca ha perdido su condición de hombre como los demás hombres. Ciertamente que existen millones de seres que rezan porque nunca se extinga la llama de Roma y que éste y el otro Papa que son y serán alcancen la vida eterna. Pero nadie es eterno en esta tierra, prevista para acogernos ya convertidos en tierra. Ni Juan XIII, ni el Papa Luna, ni siquiera San Pedro, que fue la primera piedra sobre la que se edificó la iglesia, pudieron apartar de sí el tremendo fantasma de la muerte. Y como los demás mortales en la hora suprema del gran juicio, se levantarán de su nada, con los mismos cuerpos y almas que tuvieron y se verán obligados a confesar sus dificultades, sus errores y hasta sus culpas. Si se quiere, la historia de los Papas, no deja de ser un reflejo de la biografía humana. Con indudable dolor de corazón, la sociedad actual, tan complicada, tan envuelta en un laicismo contradictorio, y ocupada por hombres que no respetaron ni los mandamientos ni las predicaciones de los santos padres, como por ejemplo, cuando se dice aquellos de «Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres», con lágrimas de auténtica amargura, millones de seres humanos, dejados de la mano de los hombres, asisten a la dolorosa ceremonia de la lenta y prolongada agonía del Papa. Su figura se proyecta sobre el telón de fondo de la sociedad que abandona paso a paso como un soplo de aire, necesario sí, pero inevitablemente previsto por la naturaleza de las cosas y de la vida para la muerte. Ojalá estos signos funestos se desvanecieran, porque a nadie le resulta grato asistir a la muerte del vecino, pero la ciencia le mantiene en pie, nadie sabe si para mayor gloria del papado que representa o por la soberbia de demostrar que hay plazos que deben cumplirse, aunque se trate de un Papa. Y será la historia, esa repugnante celestina, la que en definitiva escriba la verdadera crónica de este hombre incansable, de este apóstol implacable, que quizá, solamente Dios lo sabe, no supo siempre aplicar la ley de Dios en pleitos de hombre ciegos de ira. Solamente quería decir que fue devuelto de nuevo al coro de doctores, por una recaída, el Papa.