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QUIEN a estatua se sube, a inclemencias se arriesga... y a cagada de paloma se somete. La tirria, el olvido o la maza del tiempo acabarán apeándole de allí. No se ha librado del apeo o de la injuria ni siquiera algún bendito san Roque en su peana que acabó en la presa del pueblo o en el pilón arrojado por los mozos procesionantes al desmostrarse su sordera o nulidad mediadora tras una rogativa en la que se clamaba al cielo por lluvia para los campos. Y un general, que se sepa, no es más que san Roque. A la gente que en bronce o piedra se sube a un pedestal lo llama «estauta» la abuela Amparito y tantas abuelas más que bailan las fonéticas y las concordancias a su aire rústico; «estauta»; eso es lo que son, como la que anda estos días en bocas, en furias o en brindis, porque «estautas somos y en la cuneta nos encontraremos»... o en algún almacén depósito de decomisos y contrabandos de la Historia, que es otra cuneta aún peor porque te mandan a ella con papeleo oficial y algún decreto de derribo o reprobación, en cuyo caso su parroquia feligresa arde en enojos y proclama que el mejor destino de esos bronces injuriados sería el de fabricar cañones para dar la réplica y entrar en danza (después, claro está, dirían aquello tan célebre que dicen los que empiezan o se empecinan en una guerra: «fundiremos los cañones para hacer hoces y arados que labren el porvenir de esta nación en su nuevo amanecer»). Y es que al bronce acaban siempre mareándolo; mira cuando murió tía Chonina dónde acabó aquel relojazo hortera de mucho metal rebrillado que había comprado en un baratillo portugués, aquel que estaba siempre limpiándolo con sidol y que entronizó con alevosía y mal gusto en la mismísima diestra del televisor sin permitir que nadie tocara o discutiera aquella ostentación y deslumbramiento. Puto bronce, la verdad. Murió Chonina y los deudos se lo encalomaron a una sobrina que vive en Valladolid y que es igual de hortera que ella; o más. Nadie, salvo una amiga de la tía que venía a buscarla para ir a misa, lo ha echado en falta. Hay quien propugna como ideal terapia nacional dejar al general en su montura y turnar las procesiones al santo alternando los devotos que van con flores y los partidarios del pilón o la mofa. Y así, todos contentos.