EL AULLIDO
Julio Llamazares
JULIO LLAMAZARES acaba de publicar una novela en la que no sale, pero en la que está. Sí, terminé de leerla hace ya dos semanas y he querido dejarla macerar en mi memoria antes de escribir sobre ella porque se trata de un texto nostálgico y tierno que precisa de cierta distancia, de cierta inocencia. ¿Mientras leemos esta historia somos hijos del autor? Aunque la novela trata de Carlos -cierto pintor asturiano que se va a Madrid con una maleta llena de sueños- y trata también de los proyectos en la gran ciudad, de la evolución de las conciencias, del paso del tiempo y de la madurez, uno no puede evitar rastrear estas páginas buscando el poso autobiográfico y catártico que se puede ahí encontrar. Y es que, para mí, esta novela El Cielo de Madrid (Editorial Alfaguara) no es sólo una crónica generacional de los 80, y una reflexión sobre la creación, el éxito y el fracaso, sino también el cuaderno de bitácora que este autor nos regala oportunamente a todos los jóvenes que llevamos dentro una vocación y un sueño. Sí, parece que el argumento Carlos se lo está contando a su hijo pero, bien mirado, es el autor quien se lo narra de forma cercana, paterna y cómplice a los que estamos leyendo. Todos necesitamos una ayuda, un Virgilio que nos guíe por el infierno. Todos necesitamos, lo sepamos o no, una novela como ésta. No quiero ahora revelar ni descifrar el argumento pero permítanme adelantarles sólo que me fascina el personaje de Suso, un maldito con talento, un príncipe obrero al que le importa mucho más la vida que el éxito, un escritor que no escribe, una de esas personas que parecen personajes -o tal vez al contrario- tan presentes con frecuencia en toda ciudad o mundo. Sí, Suso tiene algo, acaso, del Sinclair de la novela clásica «Demian» de Herman Hesse, y del Gil de Juegos de la Edad Tardía de Luis Landero, aunque resulta menos metafísico y más callejeramente peculiar que aquellos. Todos hemos conocido alguna vez, por suerte, a un Suso. Y si no me creen, lean El Cielo de Madrid . Finalmente vemos como este escritor repasa indirectamente su escepticismo y, de paso, salda cuentas con sus antiguos sueños. Leerle ahora es conocerle y conocernos pues si existe eso que podríamos denominar novela-espejo en la que el lector se busca y se ve, he aquí un excelente ejemplo. Siempre he observado con curiosidad la relación de amor-odio que Julio Llamazares tiene con León. Y ahora al conocer a Carlos, el protagonista de esta novela, he entendido que el amor y el odio simultáneo que alguien siente por su tierra viene a ser parecido al amor-odio que se siente por un padre que no nos entiende, pero por el que lloramos desgarradamente cuando le vemos morirse de cáncer de estómago. No hay odio sino amor lleno de turbulencias, encuentros y encontronazos, sí, pero amor al fin y al cabo. Ahora llega a nosotros esta novela -en la que Madrid no es una ciudad sino una metáfora- para que nos demos cuenta de la falta que nos hacen las metáforas. Y lo más sobresaliente y tiernamente envolvente de ella es su tono, su forma de contar, su lenguaje poético, evocador, intimista, fluido y, por momentos, melancólico como todo lo que produce eco. Se trata de una historia sobre su generación acaso tratando de decirnos que todas las generaciones son la misma repetida. Como La Divina Comedia es también un libro de tránsito, el trayecto a través de lo incierto, de la vida, del tiempo¿ ¿Leer no es caminar? Llega la primavera, la estación en la que todo empieza. Excelente momento para comenzar un libro. Es casi la hora en punto. Como peregrinos que duermen con la ropa puesta estamos listos para el viaje.