Diario de León

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HASTA aquí has llegado. Te paras, al fin, y te sientas. Estás algo cansada, bastante. Las mujeres venís a este mundo a cansaros. Tienes que parar. Eliges la butaca, pero lo piensas mejor y decides tumbarte a la larga en el sofá, porque después del sol abrasando con su aliento el pellejo, el sofá es el mejor amante de la mujer. Estás realmente muy cansada y los mullidos cojines van repartiendo orgasmos en maqueta a cada músculo fatigado de piernas y riñonadas, se desenredan las fibras tiesas de la pantorrila que has torturado de tanto andar con tacones, se te aflojan los muslos cargados, se te sueltan por dentro las entrañas en un suspiro largo que celebra el alivio... y te abandonas. Posiblemente te dormirías, echarías una cabezadita, pero te has tomado dos cafés y no se te pegará el párpado hasta las tantas. Clavas los ojos en el techo, en la nada blanca (ahí los hombres vemos nubes y figuras caprichosas, pero las mujeres sólo véis si hace falta un arreglo o un blanqueo). Esperas que se detenga la noria de los trajines que riega tu cabeza, ese tren de vida que llevas. No logras poner en orden tus pensamientos; saltas del trabajo a casa, del colegio al dentista, piensas en aquella mala contestación, en aquel otro tonto de la chulería y en todos los que estorban tus pasos y nublan los días. Te malhumoras. Vuelves a suspirar hasta vaciar el fuelle de los pulmones. Piensas en lo que podrías haber hecho y en lo que tendrías que haber dicho y te salen entonces las palabras justas que en aquel momento se engatillaron en tu estupor. Pero cavilas entonces tres soluciones magistrales, dos venganzas convenientes, un castigo ejemplar para una nueva ocasión... y sonríes... malévolamente. Por fin se han relajado también los músculos de tu entrecejo y esa rigidez de cuero tieso en los labios que convertía tu boca en una pinza. Poco a poco dejan de rebrincar en tu mollera las diez sentencias solemnes que deberías espetar a tus queridos enemigos y a los fantasmas que pueblan las horas y las fatigas. Te relajas. Por fin te asoma la paz facial. Y entonces va entrando una niebla como pomada en tu barullo mental, te aplacas, te apalancas y, serenamente, ya estás dispuesta a ordenar tus ideas, a ver, Maricrú, ordénate... Entonces decides encender la tele... y te ordenan a tí... te encienden a tí.

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