Diario de León

CRÉMER CONTRA CRÉMER

El hombre de su casa

Publicado por
VICTORIANO CRÉMER
León

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FUE CUANDO en el mundo entero, incluyendo España y Bilbao celebra el acto de exaltación de la Mujer Trabajadora. Me llama por el dichoso teléfono, mi compadre «El Picabea» para soltarme la misma lamentación, demanda o queja de todos los años: ¿Te fijas, compañero? La mujer insiste en que se hace indispensable la igualdad de los géneros si queremos paz en la tierra, porque insiste en que, pese a los esfuerzos de los políticos más o menos reinantes en su casa, los emolumentos de la mujer, dado un trabajo idéntico al que realiza el hombre, son cuando menos un treinta por ciento menores. Y añade que aunque a nosotros, los varones, nos parezca lógico, aunque no fuera más que por mantener viva la tradición que heredamos de nuestros ancestros, lo cierto es que la mujer todavía lucha desesperadamente por ocupar el puesto que sin duda tiene allí, sin que ello le obligue a ocuparse activamente del quehacer doméstico, del cual se apartó el macho ibérico desde que el matriarcado, establecido en la época, depositando la carga, toda la carga, y la de los hijos llorones y meones, en las sacrificadas mujeres. Y no te asombre, compadre del alma si te digo que por las señales que se aprecian en un horizonte cercano efectivamente nos veremos obligados a cubrir el vacío doméstico que la dulce esposa va abandonando en manos de inmigrantes peruanas o al pie de los caballos. Porque la esposa, todas las esposas del orbe, exigen un cambio radical, para dejar de ser objetos de lujo o trabajadoras baratas. Tenemos el mismo derecho -me repite- al que vosotros os atribuís, siendo como se está demostrando como sois seres inferiores, de una inteligencia perezosa, de una sensibilidad roma, de un espíritu de superación anulado por la costumbre de mandar, y sin embargo, solamente hemos conseguido, después de aceptar una misión subalterna en el Gobierno, en los municipios, en el deporte y en la parroquia. Y cuando regresemos de los cometidos a los que tenemos acceso, cansadas, irritadas y descompuestas por tantísima injusticia como se comete con nosotras, todavía tenemos que atender a la niña o al niño imperturbablemente llorón y no cabe esperar que yo, ¿qué te parece? Que nunca he conseguido saber cómo se fríe un huevo y se pone en marcha una lavadora y se plancha una camisa, no se puede pensar siquiera en que consiga hacer las labores propias de mi sexo y demostrativas de que pese a cualquiera de los defectos propios de nuestra condición, soy, somos, querido compadre un hombre de su casa, que es como nos quieren ahora las muy señoras nuestras. Y pienso, compadre que algo tenemos que hacer nosotros para evitar la hecatombe. Y cuando consigo que al fin el compadre cubre el tiempo de uso del teléfono, le digo, naturalmente sin levantar mucho la voz por si acaso diera con un irreductible varón de pelo en pecho y sensibilidad en la chepa: - Oye pues que quieres que te diga. A veces yo mismo pienso que la mujer -la tuya, la mía y la de Don Juan Tenorio- tienen razón para sublevarse. No sería ésta la primera vez, ni será la última, si los que mandan no se avienen a repartir derechos, deberes y dineros. Acuérdate de aquel aforismo que dejó para la posteridad Rudyar Kipling: La más tonta de las mujeres puede manejar a un hombre inteligente, pero sería necesario que una mujer sea muy hábil para manejar a un imbécil.

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