CORNADA DE LOBO
Radio... fonías
MI PRIMERA clase de geografía estuvo escrita en el ancho cristal del dial de un telefunken de seis teclas. Allí aparecían en letra menuda y escalonadas las principales ciudades europeas, no menos de cien. Reijiavik se me grabó a fuego; y Luxemburgo. Según aquel cristal, Radio Moscú existía; y Copenhague sonaba, y Roma, Lisboa... En la onda media podía cazarse alguna emisora francesa, pero la aventura estaba en la onda corta, donde nos confundía una orgía de lenguas exóticas que hacían incompresible y misteriosa la perorata. Todo parecía ecos de bóveda por culpa de los reflujos de señal. Pegada allí la oreja, mi tío decía que cada idioma sonaba a una cosa: el ruso del tovarich penderevski, a sartén de freir huevos; el alemán del subanestrujenbajen, a pota de cocer patatas; el italiano, a mandolina; el francés, a loro con catarro; y así. Navegar en aquel océano de estaciones de radio lejanísimas ponía el mundo entero a las puertas de la aldea. En los cuarenta años españoles de travesía del desierto sólo había dos clases de emisoras: o escuchabas las del Régimen y acatadores propagandistas o te arrodillabas con las de los curas, que también acataban, ya ves, porque estaban todas al dictado, zumo de dictadura, aunque serían las radios de obispado las que primero incomodaron al sistema; eran aquellos años en los que se cagaban en monseñor Tarancón todos los falangistas de camisa planchada con despacho en Castellana. Conviene recordar que hasta muy poco antes de la muerte del dueño de los caballos de bronce ninguna emisora española tenía informativos propios y estaban todas obligadas a conectar con Radio Nacional a toque de cornetín de órdenes para retransmitir el diario hablado de las dos y media, o sea, el boletín oficial, la relación pormenorizada de las audiciencias civiles de los miércoles y algún discurso con aquella entradilla empacada de David Cubedo, «habla su excelencia el Jefe del Estado». Así que nos tirábamos al monte de la onda corta buscando alguna señal en castellano que solía ser de Radio Pirenaica -donde la libertad también era duro sermón y puta consigna- o Radio Liberty, la estación catalana desde la que los americanos intoxicaban a los países del Este, de Aquel y del Otro. Pero aún nos quedaba Reijavick.