Diario de León

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EL VIERNES próximo José de Arimatea se sentirá abatido y acomplejado por no haber podido dar a Jesús, el Maestro, otro entierro que no aquel apresurado y clandestino, un funeral con la centésima parte al menos de solemnidad que tuvieron después sus vicarios en la Tierra. El de Arimatea estará el viernes apabullado ante la magnitud y brillantez de las exequias del pontífice, esa liturgia de grandiosidad basilical y de geometrías púrpuras con coreografía arcangélica entre una multitud presa de penar sincero, otra multitud de curiosos turistas, otra multitud de mandatarios con sus pirámides y rangos, otra multitud de clérigos de todo ropaje imaginable, un océano de cámaras y antenas, un ejército de policías del pretorio y dos divisiones blindadas de periodistas diseñando un bombardeo informativo. Pocas veces tendrán tanto sentido las expresiones «en loor de multitudes» y «en olor de santidad». Así lo siente la feligresía llana, el bendito pueblo. Se les ha muerto el padre, el abuelo santo. Brota fácil la lágrima sincera en la orfandad recién estrenada porque está viva en la retina la imagen de ese rostro quebrantado en las postrimerías con bocanadas de agonía crucificada cuando salió por última vez a la ventana de los aposentos privados en su gólgota vaticano. Eran sin duda los gestos de un crucificado, de un clavado al papamóvil o a la silla porque este papa muerto no quiso esconder su muerte. Era la última escena de una larga obra escrita en muchos actos. Y la solemnizó entre pura tragedia clínica. Wojtyla, en sus últimas apariciones, se revistió litúrgicamente. Si revestir a un papa es paliza de sastre, hacerlo en sus condiciones debió ser torturante. Quiero que me vean despierto, dispuesto, decidido y contento, pudo pensar; y supo que iba a morir al ver que las palabras que salían del corazón no llegaban siquiera a la garganta y quedaba sin texto su última escena. Aquella misma tarde se citó con la agonía final y tres días después expiró. Dicen que mantuvo la consciencia en todo momento. Es de creer; era capaz; era gente de grandeza rara y voluntad espartana. Dos mil millones seguirán con la mirada su funeral. José de Arimatea, admirado por el extraordinario boato y hondo sentir de tanta gente, exclamará: Yo sólo tenía un sudario y un sepulcro excavado en roca y tierra; perdóname, Maestro.

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