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Publicado por
LUIS ARTIGUE
León

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LOS QUE SOMOS y seremos alumnos toda la vida, los desnudos como hijos de la mar, los del «estigma de Caín» que decía Herman Hesse, al mirar hacia atrás, solemos reconocer en nuestros pasos la huella de un profesor y la de un padre. Me vino este pensamiento el otro día, cuando un lúcido guía de generaciones me invitó cariñosamente a una de sus clases. Entre el eco de recuerdos y las conversaciones nostalgiosas; atravesando un hola ¿que tal estás? y otro yo como siempre, sigo escribiendo demasiado ¿qué ha sido de ti? nuestros ojos se ensamblaron un instante buscando algo ya antiguo que, a pesar de todo, seguía ahí. Ya te leo por ahí... De verdad que me alegro de verte. No es fácil mirar a los ojos de alguien a quien uno debe tanto sin que probablemente él tenga la menor idea, porque sin máscara no hay donde esconderse. Desde luego en la adolescencia el cariño engendra réditos que no se pueden reintegrar, o quizá, que se tarda toda una vida en devolver. Aún así, y tratándose de una de las profesiones que mayor vocación y entrega requiere -no sé si estoy hablando de la de profesor o la de padre-; teniendo en cuenta que a pesar de exámenes, expedientes, títulos y demás familia tal esfuerzo no lleva siempre implícito la certeza de haberlo hecho bien por ninguna de las partes bueno es, después de cierto tiempo, mirarse a los ojos sólo para decir sin palabras: sí, lo hiciste bien, lograste ponerme en la rampa de salida de la vida, me deslumbraste con tu barita mágica de loco genial y ahora lo único que puedo hacer es tratar de confirmar lo que intuías... Oh, hubo un tiempo en que León fue la cuna de una revolución educativa nacional: la Institución Libre de Enseñanza. E inicialmente desde aquí, en plena República, se habló de Kraussismo, de formación igualitaria, laica y sin directrices fijas o libros de texto, se habló también de métodos instructivos y de evaluación aún ahora muy avanzados y de otros logros que hemos heredado, asumido y dado por sentado. ¡Cuánto debemos a aquellos pedagogos de la República, como sugiere muy bien Josefina Aldecoa en su novela Historia de una maestra! En nuestro tiempo, sin embargo, las reformas educativas suelen ser diseñadas a nivel estrictamente político por gerentes o algo así, y más tarde son desarrolladas mediante funcionarios. Aunque, como cantaba Neil Young, «siempre hay una luz en una lámpara al final del pasillo; será eso que llaman la estrella de Belén». Sí, siempre brilla en nuestra biografía la luz de algún profesor que no renunció, ése que fue una ventana al mundo, el inicio en la educación de los sentimientos, una antorcha para ver esa belleza cotidiana capaz de intensificarnos la vida. Saco a colación la Institución Libre de Enseñanza porque ese profesor, la isla vocacional en un mar de meros funcionarios, esa primera piedra de todos nosotros, tiene tanto de aquellos pedagogos cono lo tiene de padre. Pasa el tiempo como un punto y aparte, volvemos a vernos y se queda el ánimo en suspensión con una sensación indeterminada donde lo que no se dice pero se recuerda cobra una importancia vital. Es entonces cuando todo lo omitido ya no necesita palabras y basta con mirarse a los ojos: ¿sabes? tú para mí fuiste muy importante, no eran sólo los conocimientos, sino como ponías en mis manos herramientas. A veces, mientras crezco, te recuerdo... Necesitamos a esos profesores que luchan, a los que no se inhiben o amargan anegados por el clima de desinterés general. A ésos, los perspicaces que saben buscar entre los indígenas de la selva al buen salvaje. Los necesitamos porque son transmisores de libertad aunque eso sólo se vislumbre a largo plazo. Su premio entonces será una mirada a posteriori que vale lo que una corona de laurel en la cabeza. ¿Es suficiente? Vaya desde aquí un particular homenaje al profesor, al de todos nosotros, a aquel que consiguió llenarnos de pequeñas cosas, o quizá de amor por las pequeñas cosas. Un homenaje, no a todos aquellos verborreícos que vinieron y pasaron sino a ese otro, al reverente y lúcido. Al que llegó a nuestro corazón zigzageando con paso calculado pero luego -y para siempre- se que quedó.